sábado, 30 de mayo de 2015

Codo con codo - Capítulo 9

El domingo por la mañana quedo con Candela para ir a dar una vuelta y comer por el centro. Me llamó hace un par de horas rogando atención, alegando que se sentía muy sola.
Bienvenida al club, my dear.
Estamos hechas la una para la otra, por eso de ser las únicas que no tienen plan para el domingo. Sofía está con el chico que conoció en el Soho, que ya sabemos que se llama Guillermo y que es abogado, que besa muy bien y que conduce un BMW. El grupo de las Catas estuvo ayer bastante monopolizado por ese tema de conversación. Laura está con Carlos, ultimando los detalles de la luna de miel y esas cosas que se planean antes de una boda. Como nunca he organizado una, no tengo muy claro qué es lo que hay que hacer. Así que las dos que estamos solteras y abandonadas nos vamos por ahí a pasar el día aprovechando el buen tiempo. Paso a recogerla por su casa con mi coche y nos dirigimos hacia el centro.
—Mmm, todavía huele a nuevo —suspira Candela cuando se sienta.
—Sí, a ver cuánto le dura —digo mientras miro por el retrovisor y pongo el intermitente a la izquierda para incorporarme al tráfico—. ¿Cómo estás, churri?
—Ahí voy, Len, ahí voy. ¿Qué te voy a contar a ti de rupturas, no…? Pero bueno, por lo menos, sabías que él te quería. Yo no puedo decir lo mismo de Pedro.
—No me puedo ni imaginar lo duro que tiene que ser, la verdad —digo mientras la miro de reojo. Me da tanta penita… La verdad es que es una chica muy guapa, a pesar de que no se saca todo el partido que podría. Tiene una melena rubia que le llega por los hombros, los ojos muy grandes de color miel, la naricita redonda y unos labios carnosos que ya quisiera yo. El conjunto es bastante angelical, pero no te puedes dejar engañar por su aspecto dulce, porque dentro se esconde una mujer segura e inteligente capaz de sacar adelante cualquier reto que se le plantee—. Pero bueno, ya han pasado dos meses desde que te enteraste así, que, poco a poco, estás mejor, ¿no?
—Pues, hombre, sí. Pero, bueno… es muy duro. Ya sabes cómo soy… —Suspira audiblemente—. No creo que pueda confiar en otro hombre después de lo de Pedro, Len…
—Que sí, mujer. Ya verás. —Le doy un par de palmaditas en la pierna con la mano derecha—. Solo necesitas tiempo y encontrar a la persona correcta.
—No sé, tía… Bueno, cambiemos de tema que me entra el bajón. —Menea la cabeza un par de veces y cambia el tono de voz—. ¿Cómo estás tú con lo del señor buenorro? ¿Has hablado con él? —me pregunta con curiosidad.
—No, tía. O sea, hablamos en el trabajo y eso…—respondo yo—. Pero no le di mi teléfono.
—¿No? ¿Y eso por qué? —pregunta ella, sorprendida.
—Pues, porque… No sé, Cande. Tiempo al tiempo, ¿sabes? —Veo que hay un sitio libre para aparcar y pongo el intermitente para que nadie me lo quite—. Ya hemos ido bastante rápido con todo… y no quiero empezar a obsesionarme con si me llama o me escribe… —Aparco a la primera y ambas nos bajamos del coche—. Prefiero tomármelo con calma.
—Haces bien —sentencia ella—. Lo más importante es que te lo pases de puta madre y que sufras lo menos posible. Pero, ¿serás capaz de aguantarte?
—Pues no lo sé, pero ya se verá.
Caminamos hacia una terraza y nos sentamos en la primera mesa libre que encontramos. A pesar de estar en septiembre, el tiempo todavía no está demasiado frío y hoy el sol ha decidido hacer acto de presencia. Así que disfrutamos un poco del buen tiempo que todavía se mantiene. Una camarera un poco hortera viene a tomarnos nota y ambas pedimos una caña. Como traigo el coche, solo me permito tomar una bebida con alcohol, así que me decanto por cerveza.
Estamos terminando nuestra consumición, cuando veo a lo lejos a un hombre que me resulta familiar. Tiene una figura alta y musculosa, el pelo castaño oscuro ligeramente más largo por la parte de arriba y, según se va a acercando, unos ojos verdes enmarcados por unas pestañas largas, espesas y oscuras le delatan. Lucas. No es que la ciudad sea demasiado grande, pero no contaba con encontrármelo. Es muy entretenido verlo caminar. Tiene un andar muy sexi, como si supiera lo guapo que es.
¡Coño, como para no saberlo!
Lleva unos vaqueros oscuros y un jersey de punto gris debajo de una cazadora de cuero negra, y está para comérselo. Lo sigo con la mirada desde detrás de mis gafas de sol, intentando disimular, pero estamos muy cerca de la acera por donde pasan los peatones, así que estoy segura de que me verá en cuanto se aproxime.
—Cande, ¿ves a ese moreno que viene por ahí? —le susurro a mi amiga con disimulo.
—Hostias, sí. —Lo mira embobada sin un ápice de discreción—. ¿Quién es?
—Tía, por favor, disimula un poco. —Le dedico una mirada de reprobación a mi amiga—. Es Lucas, Cande. ¿Qué hago?
—¿Cómo que qué haces? Pues nada, Len, tú sigue hablando conmigo como si no lo hubieras visto y ríete de algo súper gracioso.
—¿Que me ría de qué?
Mi amiga estalla en carcajadas mientras yo la miro asombrada. Ella me envía dardos con la mirada y me da un pisotón bajo la mesa, lo cual interpreto como su señal para decirme que se está acercando y que tengo que empezar a reírme. Y empiezo a hacerlo de la manera más falsa y extraña que alguna vez haya salido de mis labios.
—¿Elena?
Finjo secarme unas lágrimas inexistentes de las comisuras de mis ojos mientras me giro hacia él.
—¡Lucas! —grito, fingiendo sorpresa—. No esperaba verte hasta mañana, ¿qué tal?—. Mi voz suena tan rara… no sé qué coño estoy haciendo.
—Pues estaba yendo a comer algo —dice él metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón. No le conozco lo suficiente, pero diría que le da un poco de vergüenza haberme encontrado aquí, por la forma en la que me mira.
—Ah, ¿sí? Por cierto, te presento a mi amiga Candela. —La miro a ella—. Este es Lucas Martín, Cande.
—Encantado —le sonríe a mi amiga de manera educada.
—Lo mismo digo, Lucas —responde ella con la misma sonrisa—. ¿Ibas a comer con alguien?
Miro a mi amiga de reojo, con todo el odio que mis gafas de sol de cristal de espejo dejan traspasar, mientras ella finge no darse cuenta.
—Pues la verdad es que iba a comer solo —dice él, un poco compungido.
—Ah, ¡genial! ¿Quieres venirte con nosotras? —le pregunta ella muy animada.
Bueno, yo estoy aluciflipando con esta tía. ¿Pero no estaba en contra de los hombres, llevando a gala el himno de forever alone? ¿Desde cuándo Candela es una persona tan sociable que habla con desconocidos, y lo peor de todo, del género masculino?
Mi cara debe de ser un poema porque reconozco que me cuesta mucho disimular mis expresiones. Y aquí nadie parece darse cuenta o, simplemente, se la trae al pairo porque Lucas acepta encantado y coge una silla de la mesa de al lado para sentarse con nosotras.
La camarera hortera vuelve en menos que canta un gallo para preguntarle qué va a tomar. Joder, esto es la hostia. A nosotras tardó como diez minutos en venir a atendernos y él apenas ha posado el culo en la silla ya la tiene ahí, con su aleteo de pestañas y sonrisa de oreja a oreja. La miro por encima de mis gafas de sol, con aire reprobatorio y desprecio. ¡Qué manía tenemos las mujeres de coquetear de esa manera tan descarada con un tío guapo! A lo mejor es tan tonta que se piensa que no nos damos cuenta, pero está claro que no es así. Lucas la mira divertido, sonriendo, de manera que la muy idiota se pone aún más coqueta.
—Yo quiero otra caña —digo de malas maneras. A la mierda mi norma de solo una bebida alcohólica. Necesito un poco de fermentado de cebada para relajarme. Ella parece volver en sí misma y me mira, primero con un poco de odio y luego con una sonrisa falsa.
Candela me mira de reojo, sonriendo con maldad.
Sí, guapa. ¿Era esto lo que tú querías? ¿Que me comportara como una perra celosa?
—Yo también —le dice Lucas a la camarera, que sigue esperando su respuesta—. ¿Qué tal el fin de semana? —me pregunta, girándose hacia mí y dándole la espalda a la choni impaciente.
—Pues bien, tranquilo —respondo yo—. ¿Qué tal el tuyo?
—Sí, el mío fue bastante tranquilo también —responde mirándome fijamente—. Ya sabes, ayudando un poco a mi madre.
—Ah, sí, claro. ¿Cómo va tu padre?
—Ahí sigue, aguantando.
Parece que se crea un silencio un poco violento, ya que nadie sabe qué decir. Por suerte, la camarera vuelve con nuestras bebidas y rompe un poco con la tensión.
—Bueno, Candela, ¿y a qué te dedicas? —le pregunta Lucas, tras darle un trago a su cerveza.
—Pues soy médico también del Santa Catalina. Ginecóloga, para ser más precisa.
—Ajá, qué bien.
—Pues sí, además estoy en el área de obstetricia, así que traigo muchos bebés al mundo. —dice ella satisfecha.
—¡Eso es estupendo! Siempre me han encantado los niños —dice él con una sonrisa.
—Sí, a mí también. De hecho, estuve dudando hasta el último momento entre hacer medicina o magisterio. Pero no tengo tanta paciencia como para aguantar a veinte niños correteando y llorando —añado yo con un poco de ironía—. Así que, al final, me decidí por la pediatría… Aunque no sabía que iba a terminar trabajando en oncología. —Frunzo un poco los labios, conteniendo un gesto compungido.
—Ya, trabajar con niños enfermos es muy duro —dice él un poco afectado—. Si ya es complicado hacerlo con adultos, no me quiero imaginar cómo de terrible debe de ser no poder curar a un niño.
—En fin, la verdad es que no es un tema muy agradable para hablar, pero está claro que es horrible —añado en un susurro.
—Bueno, ¡pues busquemos otro tema menos deprimente! —dice Candela con una palmada. Nunca la había visto tan animada. La verdad es que me tiene un poco asustada. ¿Se habrá dado un golpe en la cabeza esta mañana? ¿O tendrá un trastorno de bipolaridad? No puedo evitar mirarla extrañada—. ¿Qué? —me pregunta divertida.
—Nada, nada. —Niego con la cabeza. Como es lógico, no voy a preguntarle delante de Lucas qué es lo que le pasa.
Mi amiga hace como si no se diera cuenta de que la he pillado actuando de forma extraña y sigue fingiendo que todo es normal. En serio, empiezo a preocuparme. No sé a qué se debe su cambio de actitud, pero comienzo a ponerme un poco de los nervios. ¿Le habrá gustado Lucas y por eso se comporta así? Y lo que más me importa… ¿le gustará ella a él?
Lo bueno de llevar gafas de sol es que puedes prestarle más atención a ciertos detalles sin el miedo a que te pillen. Así que estoy observándoles con disimulo, intentando captar cada cosa fuera de lo normal. Soy como un espectador en un partido de tenis, mirando de un lado a otro. No parece que Lucas esté mirándola más de lo debido ni poniendo ojitos ni nada por el estilo, pero, aún así, no me gusta mucho todo este embrollo.
Están hablando sobre algo, no sé qué, porque estoy demasiado absorta en intentar descifrar cada gesto. No estoy muy informada sobre el lenguaje corporal, pero siempre he oído que te delata; una pequeña inclinación hacia esa persona, la postura de tu cuerpo, el movimiento de las manos, el tono de voz…
—¿Eh, Elena? —Al oír mi nombre me doy cuenta de que Candela me está hablando.
—¿Qué? —pregunto, meneando un poco la cabeza e intentando recordar de lo que hablaban, ya que sus palabras sonaban como la típica melodía incómoda que ponen de fondo en los ascensores o en las llamadas en espera de las compañías telefónicas.
—Me estaba contando Lucas que el otro día comisteis en el japo de la esquina y te preguntaba que si os lo habíais pasado bien.
—Ah, sí —digo asintiendo con la cabeza y arrugando la nariz—. Fue genial.
—Ya. —Sonríe ella con malicia—. Lucas me decía que lo pasasteis mejor en el café.
Miro a Lucas, que me observa con una sonrisa divertida. Abro los ojos como si fuera un sapo, alucinando por lo que acaba de decir, pero, por suerte, las gafas de sol ocultan mi gesto de anfibio.
Claro, como es obvio, los tres sabemos lo que pasó en el café, así que me parece surrealista que él le haya dicho eso.
—El café también estuvo genial, sí —admito con una ceja levantada.

Una carcajada ronca sale de la garganta de Lucas, que sigue observándome con determinación. Le sostengo la mirada durante unos segundos hasta que me doy cuenta de que no estamos solos y miro a mi amiga. A ella también debe de parecerle divertida nuestra conversación, porque nos observa alternativamente con una sonrisa y un brillo pícaro en los ojos. 

sábado, 23 de mayo de 2015

Codo con codo - Capítulo 8

El lunes me despierto incluso cinco minutos antes de que suene el despertador.
¡Qué rabia! Odio cuando ocurre eso.
Mire, señor cerebro, a ver si nos ponemos de acuerdo. No hay que despertarse ni pronto, ni tarde, sino ¡a la hora!
He de reconocer que la razón principal de mi despertar temprano es que estoy ansiosa por llegar al hospital para ver al Morenazo. Así que me levanto de la cama de un salto, con más ánimo que nunca, y estiro todo mi cuerpo hasta hacer que me crujan incluso las uñas de los pies.
Pongo una cafetera y, mientras se hace el brebaje mágico que me convierte en persona, me doy una ducha. Me visto con unos pantalones de talle alto en color negro, una camisa amplia de rayas blancas y negras, meto estratégicamente uno de los lados por dentro del pantalón para que me estilice un poco la figura y me maquillo de manera sutil, pero efectiva. Quiero que se me vea la cara fresca y resplandeciente sin que se note que he estado más de media hora maquillándome. Un poco de corrector por aquí, un poco de colorete por allá, rímel… Y ¡listo!
Desayuno todo lo rápido que puedo y me lavo los dientes a conciencia hasta transformar el aliento de sueño, café y tostadas en un fresco olor mentolado. Salgo de casa con las llaves del coche en la mano sintiendo que, a cada paso que doy, me voy poniendo más nerviosa.
Venga, mujer. ¡Madura de una vez!
Me monto en mi Golf y salgo del garaje. Hace un día precioso. El sol brilla desde el cielo azul, despejado de nubes casi por completo. Hay alguna masa blanca esponjosa, pero que no enturbia en absoluto el maravilloso día que hace. El tráfico a estas horas de la mañana suele ser un poco pesado, sobre todo los días que llueve. Pero, como me he despertado pronto y la meteorología está de mi parte, voy con tiempo de sobra.
Mientras circulo por las calles de mi ciudad y voy esquivando a los demás coches, empiezo a hacer conjeturas acerca de mi reencuentro con Lucas.
¿Cómo actuaremos la próxima vez que nos veamos? ¿Seremos naturales? ¿Fingiremos que el otro día no pasó nada?
Hombre, él parecía interesado en continuar, ¿no? Por lo menos, no se veía que le hiciera mucha ilusión que me marchara… Aunque, claro, un hombre con un caso grave de dolor de huevos por inanición sexual tampoco es que sea demasiado fiable. Pero me insistió en que le diera mi número de teléfono… Eso quiere decir que le apetecía repetir, ¿no? O, por lo menos, llegar hasta el final.
En fin, Elena, ¡no te rayes! Ya veremos lo que pasa.
Avanzo a través de la entrada del recinto del hospital, y dejo el coche aparcado en una plaza libre del parking exterior. Camino hasta las escaleras y empiezo a subir peldaños sintiendo que me estoy haciendo vieja. Joe, de verdad voy a tener que empezar a hacer algo de ejercicio. Me sacaría un ojo antes de admitirlo en voz alta, pero, al final, va a tener razón Filomena. Aunque, luego me intento convencer a mí misma de que la nueva moda son las chicas con curvas, ¿no? Mal de muchos, consuelo de tontos…
Llego a mi planta con la lengua casi fuera, la frente brillante por el sudor y el pañuelo del cuello en la mano. Y eso que he cogido el ascensor.
¡Vaya calor!
Veo a Lucas charlando al fondo del pasillo con Antonio, así que me escapo hacia mi despacho antes de que me vean y tenga que acercarme a saludar con la cara como si fuera un Gusiluz.
Ay, no me he preparado lo suficiente psicológicamente. ¿Por qué me da tanta vergüenza verlo?
Me quito las capas de ropa que me sobran y me miro en el espejito que siempre llevo en el bolso para secarme un poco el sudor que hace que mi cara brille como una bombilla. Me recoloco el pelo, me echo un poco de vaselina con sabor a mora en los labios y los aprieto juntos un par de veces para que esta se distribuya de manera homogénea.
Me abanico la cara con las manos, sintiendo que todavía estoy demasiado nerviosa para salir y volver a verlo.
¿Pero qué leches me pasa?
Por Dios, si parezco una adolescente con la cara llena de acné y las hormonas revolucionadas. Hago ejercicios de respiración y me concentro en relajar mi corazón que late desbocado dentro de mi pecho. Solo me falta sentarme en el suelo con las piernas cruzadas, unir los dedos índice y pulgar con las palmas hacia arriba y decir “ohm”.
Mientras me relajo, intento buscar una estrategia para hablar con él. Lo más normal sería que le enseñase la planta, que le contase un poco cómo han sido los últimos casos que hemos tratado y los que tenemos ahora entre manos. Además, tengo que explicarle cuál es nuestro método de actuación y preguntarle cosas sobre su experiencia de Estados Unidos. Si vamos a tener que trabajar juntos, lo mejor será que hagamos una simbiosis de todos nuestros conocimientos para sacarle el mejor partido a la situación, ¿no?
En cuanto a nuestra relación personal… No quiero que se piense que soy una fresca que anda dándose el lote con el primero que encuentra, pero tampoco me apetece darle la imagen de que soy una pava con los hombres.
Ay, Dios. ¡Es que soy una pava!
¿Cómo actuaría una persona de mi edad, madura y razonable, en este tipo de situaciones?
Y ¿por qué me hago estas preguntas tan ridículas?
«Solo tienes que ser natural. Solo tienes que ser natural…»
Suelto el aire un par de veces más y muevo los brazos, como si me estuviera preparando para entrar a un ring de boxeo. Salgo de mi consulta sin pensármelo dos veces para no arrepentirme. Lucas y Antonio siguen charlando con tranquilidad en el mismo sitio donde los vi al llegar, así que me acerco hacia ellos con una sonrisa cordial.
—Buenos días —les saludo.
Ambos estaban tan concentrados en la conversación que ni siquiera se habían percatado de que estaba a su lado. Cuando me oye, Lucas levanta la vista y me sonríe de una manera que hace que mis bragas se bajen solas y se metan directamente en la lavadora.
«Tranquilidad, Elena. Tus bragas siguen a buen recaudo dentro de los pantalones.»
—¡Hombre! —Antonio, que es de estas personas efusivas que se alegra siempre de verte, me saluda con una sonrisa. Es tan gracioso…—. Justo estábamos hablando de ti.
—Ah, pues… —Hago una pequeña mueca—. Espero que fuera bueno.
Él suelta una risotada y Lucas le acompaña, pero de manera silenciosa.
—Claro. Nunca podría hablar mal de ti. —Mi jefe me agarra por el hombro y me acerca un poco hacia donde ellos están parados —. Le estaba diciendo a Lucas que tú te vas a encargar de darle toda la información que necesitéis para poneros manos a la obra. Por lo que he visto, hay un caso en el que el tratamiento no está funcionando y tenemos que buscar alguna solución.
—Sí, bueno…, de hecho, quería hablar contigo sobre ello. —Miro a Antonio en primer lugar, pero luego levanto la vista (con la sensación de que son unos cuantos kilómetros) hasta encontrarme con los ojos verdes de Lucas, que me miran fijamente. Carraspeo con timidez, por la impresión que me acaba de causar encontrarme con sus dos pupilas fijas en las mías, y le explico de qué se trata—. Es una niña de año y medio con leucemia linfoblástica aguda. Se la diagnosticamos hace seis meses y le hemos estado dando quimio. Pero, por lo que se ve, no ha dado resultado y tenemos que realizar un trasplante. Les hemos realizado las pruebas pertinentes a los padres y no pueden donar médula. Los bancos ahora mismo están saturados y tendríamos que esperar unos cuantos meses más. Y no tenemos tanto tiempo, por lo que creo que lo mejor será que busquemos un cordón umbilical compatible. Ya me he puesto en contacto con…
—Haz lo que tengas que hacer —me interrumpe Antonio—. Sabes que confío en tu criterio, Elena. Espero que, entre los dos, consigáis algo. —Nos mira a Lucas y a mí—. Bueno, pues os dejo para que podáis poneros con ello.
Nos da un suave apretón en el brazo a cada uno y se marcha dejándonos solos. Veo cómo mi jefe se aleja por el pasillo y, cuando ya no puedo alargarlo más, me vuelvo para mirar a Lucas de nuevo.
—Hola —dice con esa sonrisa bajabragas.
—Hola —repito como un papagayo.
Él suelta una risita y me hace una señal con la mano hacia el pasillo, para que vayamos hacia su despacho.
—Bueno, entonces…, cuéntame. ¿Qué tal el fin de semana? —dice mientras echamos a andar.
—Bien. —Oh, genial. Qué elocuente soy—. ¿El tuyo?
—Bien, también —dice sonriendo—. Aunque, bueno, el viernes tuve un pequeño problema…
Lo miro de reojo y observo cómo sonríe travieso.
—Ah, ¿sí? —Finjo inocencia.
—Se ve que una preciosa doctora que trabaja en este mismo hospital no quiso quedarse a pasar la tarde conmigo…
—Vaya… —Me muerdo el labio y niego con la cabeza, demostrando una falsa incredulidad—. ¿Y qué fue exactamente lo que ocurrió?
Llegamos a su despacho, abre la puerta y me hace un gesto para que pase.
—¿Que qué ocurrió? —repite él, pensativo—. Pues… —Entra después de mí y cierra la puerta tras él. Se coloca delante de mí y avanza mientras yo reculo marcha atrás hasta apoyar la espalda contra la pared—. No sé si debería decírtelo… es algo entre ella y yo, ¿no crees?
Se me corta la respiración. ¿Qué está pasando aquí?
—Mmm, no sé. Siento curiosidad por…
No puedo continuar hablando porque atrapa mis labios entre los suyos y me da un beso de caerse de culo. Me agarro a sus brazos para no deslizarme por la pared, porque mis rodillas han decidido no colaborar y se han puesto a temblar como gelatina. Su lengua se cuela en mi boca y se enreda con la mía. Sus besos saben a menta y a él. Es un sabor propio que no se puede comparar al de nadie más. Coloca sus manos en mi cintura y me presiona contra su estómago.
Ay, Dios. Creo que se nos está yendo de las manos.
Seguimos besándonos hasta que siento los labios adormecidos. No sé quién se separa antes, pero, cuando lo hacemos, ambos estamos intentando recuperar el aliento.
—Joder —murmura él todavía agarrado a mi cintura—. El recuerdo no te ha hecho justicia, Elena.
Asiento desorientada, sin saber muy bien qué decir.
«A ti tampoco te ha hecho justicia» sería una buena opción. Pero entraríamos en un bucle de repetir lo que dice el otro, y tampoco me parece buena táctica.
Intento pensar de manera racional, así que me separo de él colocando una mano sobre su pecho. No puedo evitar presionar su pectoral un poco más de lo estrictamente necesario deleitándome en el tacto duro de su cuerpo a través de la camisa blanca que lleva.
—Dios, Lucas. —Cojo aire de manera desacompasada, aunque intento normalizar mi respiración—. No podemos hacer esto aquí, en el hospital.
—Sí, tienes razón. —Asiente con la cabeza mientras se aleja hacia su mesa, donde se sienta—. Venga, ¡a trabajar!
Suspiro, por una parte agradecida por que haya cedido con tanta facilidad, pero inexplicablemente decepcionada por la misma razón. No es que prefiriera que se hubiese puesto un poco pesado, pero… en el fondo sí.
¿Cómo puedo ser tan contradictoria?
Me siento en la silla frente a su mesa y nos ponemos al día de los casos que tenemos pendientes. En menos de una hora, nos hemos distribuido el trabajo para ponernos manos a la obra.



El resto de la semana transcurre sin altercados. No hay más besos entre Lucas y yo. Me digo a mí misma que estoy agradecida por ello, pero, en el fondo, me preocupa.
¿Significa eso que ya no vamos a volver a besarnos?
Está claro que la parte preocupada se lleva la palma esta vez.
¿Tendría que haberle aclarado más la situación? ¿Le quedaría claro que me refería a que no quería que nos liáramos en el hospital, pero que no tendría ningún problema en aceptar una cita fuera de aquí?
Esas preguntas no dejan de rondarme por la cabeza durante toda la semana. No puedo evitar ponerme un poco nerviosa cada vez que me encuentro con él. Además, en la reunión de equipo de la semana, me descubro a mí misma leyendo la misma frase veinte veces sin ni siquiera comprender una palabra. ¿Y todo por qué? Porque estoy demasiado pendiente de cada gesto que hace Lucas, que está sentado a mi lado. Siento cada uno de los movimientos que su pierna hace cerca de la mía por debajo de la mesa, el calor que irradia su brazo a escasos centímetros del mío, el leve aroma a champú que sale despedido de su cuerpo cuando se pasa la mano por el pelo… Cada uno de sus gestos hace que se me disparen las señales de alarma y mi sistema nervioso simpático se ponga en marcha acelerándome el pulso.
Además, ¿sabéis esa sensación que se tiene cuando piensas que alguien te está mirando? Como si sintieras un cosquilleo en uno de los laterales de tu cara, que incluso te atreverías a decir que se ha teñido de rojo bermellón. Pues con él me pasa todo el tiempo. Mi parte más serena se niega a darle el gusto de girar la cabeza para comprobar si lo está haciendo o no. Pero, la masoquista y curiosa que hay en mí, de vez en cuando toma el relevo haciéndome mirar en su dirección para ver qué leches observa con tanto ahínco. Y, siempre que he cedido a mis instintos más primarios, él tenía la vista fija en un punto próximo a mí, pero no en mí.
¿Y por qué me desilusiono cada vez que ocurre eso? ¿Por qué se me queda en el cuerpo la sensación de tristeza equivalente a la que me causaría la separación de mi grupo musical favorito? Porque me gustaría que me mirara a mí en lugar del a-saber-qué que hay detrás de mi cabeza. Como si estuviera deseando pillarle con las manos en la masa. ¡Zas! Cazador cazado. Además, la Elena que sigue creyendo en los unicornios y en las hadas rosas se imagina el cuerpo a cuerpo de miradas que se iniciaría en ese momento. Le pillaría mirándome, él me sonreiría, yo le devolvería la sonrisa, coqueta, habría unos cuantos aleteos de pestañas por mi parte, otra sonrisa sexi que me dejaría con el pulso por las nubes y las glándulas sudoríparas en pleno rendimiento, mis niveles de oxitocina alcanzarían el límite de lo permitido, su mano recorrería mi muslo por debajo de la mesa, mi mano abanicaría mi cara y… ¿Qué? ¿Desde cuándo tengo una imaginación tan viva?
Está claro que tanta tensión sexual no resuelta está causando estragos en mi cabeza. Cuando soy consciente de que me estoy yendo por los cerros de Úbeda, imaginando cosas que no debería, me riño a mí misma. Vale que las fantasías sean libres, que ni siquiera nosotros mismos podemos controlarlas y que tampoco esté mal tenerlas, pero… ¡oye! Que lo de vivir en el país de la golosina y en la calle de la piruleta tendría que haber quedado muy atrás. Muerto y enterrado.
El único consuelo que le encuentro a esta situación es que estoy descubriendo a un Lucas muy profesional. Me encanta su manera de interpretar mis ideas y cómo él las complementa para cerrar los casos. Es verdad que todavía no hemos visto resultados, pero, lo poco que hemos podido hacer en lo que llevamos de semana, me gusta mucho. Además, aunque sea abierto y extrovertido, tiene un lado misterioso que me resulta excitante. A veces, se queda en silencio, como encerrado en su mundo. Es en ese momento cuando me permito deleitarme con las vistas que nos ofrece. Le observo cómo frunce el ceño de concentración, cómo se aprieta su mandíbula haciendo que las sienes le aleteen, la manera distraída en la que se pasa la mano por el pelo dejándolo tan desordenado que me apetece alargar la mía para recolocárselo, cómo se muerde el interior del labio inferior… Es como si se concentrara tanto en lo que está haciendo que se le olvidara que el mundo sigue en movimiento fuera de su burbuja. Y, aunque es una pena que esos trances duren tan poco, la verdad es que no deja de sorprenderme porque cuando, de repente, vuelve al mundo de los mortales, siempre propone alguna idea brillante. Es como si socavara en el interior de su mente en busca de algo genial. Un tesoro escondido. Y el tío siempre lo encuentra. Me deja anonadada.
Alguna vez incluso creo que ha coqueteado también conmigo. Aunque, de manera tan sutil que ni siquiera sé a ciencia cierta si lo estaba haciendo. No sé qué ha pasado con el chico que conocí hace una semana, ese que iba directo a la yugular y me besaba como si fuera lo único importante en el mundo… Parece que, cuando se pone serio, lo hace de verdad, ¿no?
Debo admitir que este tira y afloja me está resultado demasiado excitante, porque no hace otra cosa que mantenerme en constante tensión por si hay alguna señal o gesto que debo interpretar.
El problema es que, cuando llego a casa, me paso las horas dando vueltas a cada una de las cosas que hemos hecho juntos, a cada indicio de que su comportamiento significa algo, a estudiar cada palabra por si llevara un mensaje oculto, y me enfado conmigo misma y con él porque me parece que me estoy empezando a enganchar demasiado, y me parece muy peligroso.
¿No estaré buscándole las tres patas al gato porque es lo que me interesa…?
Madre mía, es que me gusta mucho.
Ay, no he dicho eso en voz alta, ¿verdad?
Todavía estoy intentando cogerle el tranquillo a todo esto, pero, desde luego, pinta demasiado feo. Porque, si empieza a gustarme de verdad, no sé cómo le sentará eso a mi pobre corazón.



sábado, 16 de mayo de 2015

Codo con codo - Capítulo 7

Cuando llego a la casa de mis padres, lo primero que siento es el olor a comida. El chisporroteo del aceite en una sartén proveniente de la cocina se escucha en cuanto abro la puerta con mi llave, y no puedo evitar sonreír. Me invade esa sensación tan confortable de sentirme en casa.
Me independicé cuando tenía veinticinco años y podía permitirme un alquiler, aunque mi primera casa, por llamarlo de alguna forma, fuera un zulo de una habitación que hacía de cocina, salón y dormitorio. También tenía una especie de baño, que se podía llamar así porque tenía un inodoro, lavabo y ducha, pero que medía dos metros cuadrados y estaba cercado por una pared de pladur. No os podéis imaginar las piscinas que se formaban en el suelo cada vez que me duchaba. Lo único bueno que tenía es que podías bañarte, hacer pis y lavarte los dientes al mismo tiempo sin sentirte un ser extraño con capacidades multitarea.
Cuando cumplí los veintiocho, me harté de vivir como una mendiga y decidí que podía pagarme un piso un poquito mejor. Así que, después de un par de meses de búsqueda exhaustiva, encontré el apartamento donde vivo actualmente. Tiene los azulejos de baños y cocina de la época en la que reinaba Carolo y gotelé en las paredes, pero, por lo menos la cocina, el salón y el dormitorio son habitaciones independientes, y el baño tiene paredes de verdad.
No sé por qué decidí irme tan pronto de casa. Supongo que tenía la necesidad de hacer algo por mí misma sin sentirme bajo el ala de mamá y papá. Además, como todos los jóvenes que reciben su primer sueldo –aunque el mío fuera una caca de la vaca– me sentía muy mayor e independiente. Por suerte, mis padres no son de esa gente a la que les parece mal que sus hijos crezcan. Siempre nos han ayudado a madurar y a fomentar nuestra vida aparte. De hecho, a mis hermanos y a mí, siempre nos mandaban al extranjero durante los veranos para abrirnos los horizontes.
Pero aún así, en la casa de mis padres siempre me he sentido muy a gusto, en paz. Es esa sensación que te hace suspirar de tranquilidad y saber que nada malo podría pasarte entre estas cuatro paredes.
—Holaaa —saludo mientras entro.
Mi padre se asoma por la puerta de la cocina, delantal y cuchara de madera incluidos, y me sonríe con ternura.
—Hola, cariño. Estoy haciendo lasaña.
—Mmm, ¡qué bien! —digo yo—. ¿Dónde está mami?
—Estoy aquí. —La oigo que grita desde la terraza.
Avanzo por el pasillo hasta llegar al perchero, donde dejo mi abrigo y el bolso.
—¡Hombre! Pero si ya ha llegado la princesita de la casa. —Mi hermano Diego sale del salón y me envuelve entre sus brazos musculosos para darme un abrazo de oso. Somos una familia de esas que se están dando besos y abrazos constantemente, así que no me sorprende en absoluto el saludo de mi hermano. Detrás de él sale Jaime, mi otro hermano y su gemelo, y entre los dos me aprietan como si fuera el jamón york y el queso de un sándwich mixto.
—No puedo respirar —grito con la voz ahogada desde el pecho de Diego. Intento empujarlos, pero me tienen bien agarrada.
—Anda, enana, ¡no te quejes tanto! —dice Jaime—. Solo estamos dándole un abrazo a nuestra hermanita pequeña.
—Oye, ¡gamberros! Dejad a vuestra hermana, que ya no sois unos niños —dice mi madre cuando entra de la terraza. Todavía utiliza ese tono que usaba cuando éramos pequeños. Me acuerdo de todas las putadas que me hacían estos dos zumbados y me pongo de mala leche. Forcejeo un poco más contra el pecho de Diego, pero tengo que pellizcarle uno de los pezones y pisarle el pie a Jaime para que me suelten con un alarido.
Ambos rompen a reír, tocándose las zonas afectadas con disimulo, mientras yo todavía intento recuperar algo de aire. Les dedico una mirada de odio infantil y ellos responden aumentando sus carcajadas y despeinándome el pelo.
Sí, es surrealista. Tengo treinta y un años y mis hermanos siguen tratándome como si fuera una cría pequeña. Y no es que ellos sean mucho mayores que yo, ya que solo me sacan dos años. Pero así son ellos. Como Claudia no está en España y, además, ella es la mayor de los cuatro, solo me tienen a mí para molestarme.
Me recoloco con los dedos el pelo mientras mi madre se acerca y me da un beso.
—Estás muy guapa hoy, ¿te has hecho algo? —me pregunta. Me mira con un brillo de complicidad que me pone nerviosa. No sé qué tienen las madres que siempre saben cuando pasa algo. Debe de ser un sexto sentido que se desarrolla al dar a luz.
—Pues no, mami. Hace meses que no piso la peluquería —digo mirándome las puntas abiertas de mi melena castaña—. Pero, ahora que lo dices, no me vendría mal volver algún año de estos y acabar con toda esta paja.
—Bueno, pero que no te lo corten mucho, que tienes un pelo precioso.
—Gracias, mami —digo dándole un beso.
Si es que por algo mis hermanos me llaman la princesita de la casa. No lo hago a propósito, lo juro, pero es estar aquí y me sale la vena pelotillera. Debe de ser que, como siempre fui la pequeña, me sentía con la necesidad de llamar la atención. Y ¿cómo consigues que te hagan caso en una casa llena de niños? Pues siendo la única hija que da besos y abrazos sin que sea por obligación y protesta poco por norma general. Claro, porque un niño sigue siendo un niño por mucho que sea un listillo y, de vez en cuando, también se le tiene permitido quejarse.
Caminamos hacia la cocina donde mi padre está haciendo el sofrito de carne para la lasaña. Le doy un beso desde atrás y él se ríe.
Abro la nevera, que está llena de imanes y postales de todos y cada uno de los países que han visitado, para sacar una botella de agua y servirme un vaso. A pesar de tener cuatro hijos, mis padres siempre han sido muy modernos y un poco hippies. Desde bien pequeños, nos han llevado a conocer lugares en largos viajes en coche, cosa que agradezco porque es muy posible que yo no pudiera permitirme viajar a ninguno de esos países ahora que soy independiente.
—¿Te ayudo con algo? —pregunto después de darle un largo trago al vaso de agua fresca. A pesar de haberme tomado un ibuprofeno anoche, siento las consecuencias de la juerga de ayer y tengo la boca seca y pastosa.
—No, cariño. Ya está todo.
—Bueno, pues voy a poner la mesa.
—Diles a tus hermanos que te ayuden —grita mi madre desde otra habitación.
Los tres nos ponemos con la labor de colocar platos, vasos y cubiertos chinchándonos y golpeándonos con los hombros y, cuando nos queremos dar cuenta, la comida ya está preparada y espera humeante en nuestros platos.
La tarde transcurre de manera tranquila y, después de comer, nos tiramos todos en el sofá para ver una de esas películas que le regalan a mi padre con el periódico.
Hacia las siete de la tarde, vuelvo a mi casa, donde paso el resto del día sin hacer nada más que leer, ver la tele y comer una pizza precongelada.
Me siento un poco sola porque, a pesar de ser una mujer independiente, como no paro de repetir… que ya no sé si lo digo para creérmelo yo misma o porque de verdad me considero una, siempre he deseado tener esa sensación de compañía que te da otra persona. No sé si me explico. Las relaciones son complicadas, eso es un hecho irrefutable y a las pruebas me remito, pero sentir la presencia de alguien y tener la confianza suficiente como para no verte en la obligación de fingir una conversación, únicamente saber que esa persona está ahí porque te está acariciando el pelo mientras ves la tele o lees un libro, me parece envidiable.
Envidio esa conexión que tienen Laura y Carlos. Cómo, con una mirada, se lo dicen todo sin pronunciar siquiera una palabra. Y, mientras, yo estoy aquí sola comiendo una pizza repleta de grasas trans que se irán directas a mis cartucheras. Cosa que no necesito porque, como siempre resuelvo mis problemas ahogándome en toneladas de grasas saturadas, mi culo ya está bastante blandito.
Me pregunto qué estará haciendo Lucas. Es raro volver a una ciudad en la que hace años que no vives. Tus amigos, si es que siguen ahí, se han hecho a la idea de que tú, por el contrario, ya no estás y han rehecho sus vidas de manera independiente. Y, ahora que has vuelto, estás como en tierra de nadie.
Por una parte, todos los recuerdos de las cosas que hiciste cuando eras joven vuelven a ti impidiéndote seguir adelante, porque tú lo sientes como si el tiempo se hubiera detenido. Pero, al mismo tiempo, se crea en tu interior una sensación de vacío porque, en el fondo, es como si hubieran pasado siglos. Los sitios a los que ibas ya no existen o se han pasado de moda. La gente ya no te saluda por la calle, porque apenas se acuerda de ti. No recuerdas los caminos que solías coger para ir a un sitio o la mejor hora para ir a comprar el pan. Y tampoco puedes llegar e inmediatamente exigir atención, porque resultaría demasiado egoísta.
Me apetece llamarle, para ver cómo le van las cosas, pero no tengo su número de teléfono. Además, tampoco creo que tengamos la confianza suficiente como para hacer ese tipo de cosas. Intento desterrar de mi cabeza su imagen porque me veo venir y sé que, como siga así, terminaré por obsesionarme.
Se me hace tan extraño haber desarrollado esa clase de sensaciones hacia él… Hacía tanto que solo sentía diferente por Luis que no recordaba lo que era tener ganas de ver a alguien o saber qué es de él.
Me meto en la cama, hecha un adefesio. La verdad es que, cuando uno vive solo, descuida mucho su imagen. El moño medio caído y las gafas de culo de vaso me delatan. Además, los calcetines por encima del pantalón del pijama estoy segura de que no le resultarían sexis ni al más vicioso.

Cuando mis párpados ya no pueden soportar más los pensamientos que rondan por la materia gris de mi cerebro, me duermo. Y, aunque no recuerdo con claridad qué es lo que sueño, tengo en la mente prados verdes y cielos azules.

sábado, 9 de mayo de 2015

Codo con codo - Capítulo 6

Ya en la calle, la brisa fresca del otoño me despeja un poco los pensamientos. Me siento bien, tranquila y contenta. Y la sonrisa que llevo en los labios le muestra el mundo que soy capaz de ser una chica normal de mi edad sin intenciones de complicarse la vida. Me prohíbo a mí misma que los pensamientos se tornen quejumbrosos y lastimeros, así que me doy una palmadita mental en la espalda por haber salido airosa de la situación. Si la cosa no llega a más, mira, que me quiten lo bailao porque he morreado (como solíamos decir de pequeños) con un tío bueno de los de verdad, además de encantador, listo y divertido.
En cuanto veo la lucecilla verde de un taxi, me aproximo a la acera para pararlo. Y, debe de ser que transmito las buenas vibraciones, porque nunca había conseguido que me hicieran caso tan rápido.
Cuando llego a mi casa, me desvisto con premura y me meto en la ducha, ya que tengo el tiempo justo para ducharme y arreglarme.
El agua caliente me afloja los músculos del cuello y espalda y me ayuda a liberar esa tensión que acumulamos durante el día.
Me lavo el pelo con fuerza, masajeando las raíces con la yema de los dedos y me aplico un poco de acondicionador en las puntas.
Una vez fuera de la ducha, me seco con energía y me planto frente al armario en busca de un modelito.
Al final, me decanto por unos vaqueros pitillo y una camisa amplia de color blanco con brocado en el cuello que me sienta genial. No soy de llevar mucho tacón de forma habitual, pero hoy me decido por unos botines negros con unas buenas alzas, porque sé que todas irán de punta en blanco y no quiero ser menos.
Termino de arreglarme, haciendo especial hincapié en disimular las ojeras a base de capas de chapa y pintura, cojo la cazadora de cuero negra y el bolso y salgo de casa pitando, que ya llego tarde, para variar.
El Deluxe no queda demasiado lejos de mi casa, pero no es que sea yo muy hábil caminando con tacones, además de que pienso beberme hasta el agua de los floreros esta noche, así que cojo un taxi en la parada al final de mi calle.
Cuando abro la puerta del local, veo en el fondo una mesa ocupada por tres chicas, dos morenas y una rubia. Mis amigas. Camino hacia ellas, esquivando a la gente que se arremolina junto a la barra, y Candela, que es la que está mirando al frente, me sonríe mientras me acerco.
—Perdón por el retraso —digo cuando llego junto a ellas. No puedo evitar poner los ojos en blanco al recordar aquel meme tan cruel con la misma frase…
—Ya te conocemos, ¡así que no te hemos ni esperado para pedir! —dice Sofía con ironía.
—Vale, vale. Lo siento. Es que estaba en «algo» cuando me habéis avisado. —Me siento en la mesa y le doy un sorbo al vino que ya tenía servido en la copa, esperándome.
—Huuuuuuy, en algo, ¿eh? —dice Laura con sorna—. ¿Y qué es ese algo? Si se puede saber… ¿o mejor debería decir en «alguien»?
Miro a mis tres amigas, que esperan con expectativa las explicaciones. Me fijo en Candela, que es la más seria de las tres, y veo que me está sonriendo con picardía.
—Bueno, digamos que ese alguien se llama Lucas —respondo mirando hacia otro lado. Un camarero muy mono nos sirve los platos y veo cómo le sonríe a Laura, aunque ella no le presta atención.
—¡Serás cabrona! —grita Sofía—. ¡Te lo dije! ¡Te dije que le gustabas!
El local está a rebosar. Nos encanta el sitio porque está céntrico y la relación calidad/precio es espectacular, pero he de reconocer que la acústica no es demasiado buena, así que tenemos que forzar un poco las cuerdas vocales para hacernos oír sobre el barullo de fondo.
Me río por lo absurdo de la situación. Todas estas conversaciones me parecen un poco surrealistas para chicas de treinta y tantos años.
—A ver, espera —digo entre risas—. ¿Me vas a dejar que os lo cuente o no?
—Dispara. —Es lo único que añade.
Comienzo mi discurso. Les relato cómo me vino a buscar para comer, cómo fue todo en el restaurante, la llamada de Luis y el café en su casa. Me guardo para mí el momento de llorera, más por vergüenza que por otra cosa, pero se parten de risa cuando les cuento cómo escupí el café y cómo eso degeneró en el beso.
—Así que es por eso que estabas de tan mala hostia cuando te llamé, ¿no? —dice Laura—. Estabas al tema y, claro, te corté todo el rollo.
—Tú me dirás, guapa —digo mientras le doy un sorbo a mi copa de vino—. Estábamos en el momento «primer beso» y vas tú ¡y nos interrumpes! —El alcohol nos empieza a hacer un poco de efecto, así que las cuatro nos desternillamos de la risa según les voy contando cómo fue mi tarde.
—¿Y dices que se va a quedar en España una temporada? —pregunta Candela.
—Eso parece. —Asiento con la cabeza un par de veces—. Su padre está bastante enfermo, así que ha venido a echarle una mano a su madre —respondo mientras le doy un bocado a mi comida.
—Vaya, ¿algo grave? —me pregunta Laura.
—Pues tiene Alzheimer. Debe de estar bastante mal para haber decidido aparcar su vida en Estados Unidos para venir aquí. Aunque tampoco me ha dado muchos detalles. —Me encojo de hombros—. No creo que sea algo de lo que le guste hablar.
El camarero regresa con los segundos platos mientras nosotras seguimos charlando animadamente sobre Lucas, el hospital, y cómo no, de cada uno de los hombres de nuestra vida.



Laura lleva varios años con Carlos, con el que está planeando su boda. Tienen una relación muy estable, pero sé que todo el tema de los preparativos está causando estragos en ellos. Como en todos los enlaces, las suegras están echando un pulso para demostrar quién tiene más poder. Más de una vez, ambos han comentado que estarían encantados de mandarlo todo a la mierda e irse a las Vegas. No me imagino a Laura casándose disfrazada de Marilyn y a Carlos de Elvis, pero sé que estarían más que dispuestos para evitar todo el embrollo en el que sus madres les han metido.
Candela rompió hace relativamente poco con Pedro, con el que llevaba un par de años saliendo y todavía no ha superado su ruptura. Así que solo despotrica contra los hombres cada vez que tiene oportunidad. Está mal que yo lo diga, pero es la mejor de las cuatro. A pesar de parecer una persona muy seria, tiene esa clase de carácter que te hace saber cuándo eres importante para ella, desviviéndose por cada una de las personas que están a su alrededor. Cuando nos conocimos en la carrera pensé que me odiaba, no me preguntéis por qué. Supongo que tiene que ver con que de primeras es una persona algo hermética y callada. Pero, con el tiempo, he sabido valorar su personalidad algo introvertida, haciendo que cada detalle que tiene hacia nosotras tenga mucho más valor, porque sabes que es de verdad. De manera que es una pena que su relación con Pedro no cuajara. Siempre habíamos pensado que estaban hechos el uno para el otro. Pero resultó que él no era tan bueno como todas creíamos, cuando hace algunos meses descubrimos que estaba con otra al mismo tiempo.
Sofía, que es la rompecorazones oficial, anda saltando de rollo en rollo. No le he conocido relación seria desde que somos amigas, de eso hace ya unos cuantos años, y parece que no está interesada en encontrarla. Ella dice que, cuando sea vieja, tendrá un montón de perros –ya que, como a mí, no le gustan los gatos– y viajará por todo el mundo. Se convertirá en la «tita Sofía» para nuestros hijos y les consentirá en todo aquello que nosotras no hagamos.
Y, por último, estoy yo. Mi último novio, Dani, y yo rompimos hace ya algunos años. Fui tan ingenua al pensar que iba a ser el amor de mi vida…, pero nuestra relación no era sana. Éramos ese tipo de parejas que se adoran, pero que no paran de discutir. Nos peleábamos tanto que, cuando un día se nos fue de las manos y casi acabamos a golpes, decidimos darnos una tregua. Hubo alguna recaída durante los dos años siguientes a la ruptura e intentamos reconciliarnos un par de veces, pero está claro que los amores pasionales no son tan sanos como los pintan las películas románticas. Yo, por lo menos, no le encontré el sentido y sigo sin hacerlo. Discutir es bueno siempre y cuando sea en su justa medida, y está bien encontrar en la otra persona a alguien con quien tratar los puntos de discordia. Pero creo que dos personas tan temperamentales como lo éramos nosotros dos nunca podrían ser felices juntas. Todo sea dicho, yo estaba muy enamorada. Y sé que él también. Pero no podía ser.
Al poco tiempo, empecé a trabajar en el hospital y conocí a Luis, de modo que Dani pasó al olvido. Y sé que es un tópico y que es bastante posible que tenga poco sentido pillarse por un tío con el que sabes que nunca llegarás a nada más allá que una amistad, pero, gracias a él, conseguí pasar página. Aunque esa página nueva resultó ser menos sana que la anterior. Me acuerdo como si fuera ayer de la primera vez que lo vi. Estaba en mi primer año de residencia y me tocaba el área de psiquiatría. Siempre me he sentido un tanto incómoda tratando con enfermos psiquiátricos, no sé por qué. Supongo que el ser humano en sí mismo ya es demasiado complicado como para añadirle una enfermedad de este tipo. Y, en el área de psiquiatría, lo menos que te puedes encontrar es una persona con depresión. El caso es que ese día estaba especialmente nerviosa, y me estaba tomando una tila en la sala del café. Luis apareció tan tranquilo, con su uniforme de médico, y me dedicó una sonrisa de esas que te dejan sin aliento. Se acercó a mí con paso decidido y se presentó.
—Tú debes de ser Elena —me dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. Me han comentado que estabas un poco nerviosa por tu primer día en psiquiatría. Pero no te preocupes, yo seré tu compañero. —Hizo una pausa como intentando recordar algo importante—. Por cierto, soy Luis —añadió estirando la mano en mi dirección.
La seguridad en sí mismo y la manera de mirarme me hicieron saber que todo iba a estar bien, así que solo pude sonreírle y estrechársela. Supe desde aquel momento que no iba a ser capaz de borrar de mi cabeza esa sonrisa radiante y la sensación de paz que me transmitió. Consiguió que se me olvidara el hecho de estar entre enfermos mentales y que disfrutara de mi tiempo en esa área. Y, a partir de ahí, nos hicimos muy buenos amigos.
Creo haber dejado claro que yo siempre le he considerado algo más que un amigo, pero también era consciente de que él no estaba interesado en otro tipo de relación que no fuera la amistad. Siempre estaba pendiente de mí y sé que se preocupa por lo que me pasa, pero, aquella Nochevieja en mi casa, me quedó bien claro que no iba a pasar nada más entre nosotros.



Cuando hemos terminado de cenar y pagado la cuenta, salimos a la calle en dirección a un bar de copas. No somos muy originales, así que con el paso de los años hemos ido creando una rutina de sitios a los que vamos siempre. El paso siguiente al Deluxe suele ser el Soho así que, como no está demasiado lejos, las cuatro caminamos hacia allí.
Es uno de los locales de moda. Está dividido en dos zonas, una con mesas y sofás y otra con la pista de baile. La verdad es que, si lo que estás buscando es tomar una copa tranquila, no lo recomendaría porque las luces están demasiado bajas y la música muy alta, pero a nosotras nos encanta porque podemos hacer un poco de todo. Si nos apetece echarnos unos bailecitos, solo tenemos que levantarnos de la mesa y caminar unos cuantos pasos. Además, de tanto venir, conocemos a toda la plantilla y siempre tenemos una mesa reservada en nuestro rincón favorito.
Dos gintonic después, estamos todas desternillándonos de la risa por una historia que nos cuenta Laura.
—Y viene el señor y me dice que, aunque tenga setenta años, él quiere seguir activo. Ya me entendéis. —Las risas y el alcohol hacen que la voz de Laura suene turbia.
—¿El tío quería seguir dándole? ¡No me digas! —grita Sofía, partiéndose de la risa.
—Sí, sí, pero espera, que viene lo mejor —digo yo, que ya me conozco la historia.
—Pues lo mejor es que la mujer me decía que no desde atrás con la cabeza, con una cara de susto que no os podéis imaginar. —Laura coge un pañuelo de su bolso, y se seca las comisuras de los ojos empapadas con lágrimas por la risa—. Y claro, yo no sabía qué hacer, porque él estaba muy empeñado en que sí, que quería seguir con el tema. Pero el susto que tenía su mujer era de escándalo.
—¿Y qué hiciste al final? —pregunta Candela descojonándose.
—Pues le hice una receta para Viagra cuando la mujer por fin cedió, pero con la condición de que no le pusiera «muy jovencito». —Termina de contar la historia riéndose histéricamente. Todas acompañamos su ataque, riendo de igual manera.
Debemos de parecer un grupo de hienas borrachas desde fuera, y soy consciente de que un grupo de chicos de unas mesas más allá no nos quita ojo.
—Que no le pusieras muy jovencito —repite Sofía entre carcajadas—. Madre mía, ¡pobre señora! ¿Y no le recetaste a ella un lubricante?
—Hombre, les recomendé que se lo tomaran con mucha calma, que a esas edades las caderas se resienten y que nadie se recupera del todo de una fractura.
—Dios mío, esto es peor que cuando me vinieron dos hermanas a que les revisara la vista —dice Sofía aún riéndose—. La pequeña debía de tener cinco años y le chivaba las letras a su hermana.
—Ay, pobre. —Me río—. Quería ayudar a su hermanita mayor.
—Sí, claro. Pero, al final, tuvimos que sacarla de la sala porque la hermana no veía tres en un burro y no le estaba sirviendo de nada la revisión.
—Madre mía, si es que pasa cada historia en los hospitales… —Candela se seca las lágrimas de los ojos con el dedo mientras niega con la cabeza.
—Perdonad que os moleste, chicas. —Un chico de unos treinta y tantos se ha acercado a nuestra mesa y nosotras ni siquiera nos habíamos dado cuenta—. Pero a mis amigos y a mí nos gustaría invitaros a una copa —dice señalando a la mesa de chicos que no nos quitaba ojo.
—¿Ah sí? —responde Sofía—. Pero, ¿tenéis edad para beber alcohol? —dice entre risas.
—Para beber alcohol y otras muchas cosas —dice él, con una sonrisa traviesa—. Si quieres, te lo demuestro.
—Uuuuuuh —responde ella—. Perro ladrador, poco mordedor —añade mientras lo repasa de arriba abajo con una mirada sugerente—.Yo tomaré un Tanqueray con limón, por favor. ¿Y vosotras, chicas?
—Yo, un Cacique cola —dice Laura apurando el contenido de su vaso aún medio lleno.
—Seagrams con tónica —añado yo.
—¿Y tú, guapa? —le pregunta a Candela con una sonrisa seductora.
—Yo puedo pedirme mi copa, muchas gracias —responde ella de malas maneras.
Todas la miramos sorprendidas, pero el chico sigue sonriendo de la misma manera.
—¿Estás segura, preciosa? —insiste él.
—Tan segura como de que tu presencia aquí me resulta ofensiva. —La cara de Candela es un poema.
A todas nos entra un ataque de risa por la respuesta y la cara de pocos amigos que tiene. Sabía que estaba en contra de los hombres, pero me hace gracia presenciar cómo la callada y tímida Candela está perdiendo los papeles.
Él, ni corto ni perezoso, se da la vuelta hacia la barra con la misma cara de seductor chulito.
—Voy a ir a vigilarle, no vaya a ser que nos eche algún somnífero de esos para caballos en la bebida —dice Sofía mientras se levanta de la mesa y se dirige a la barra.
Observo cómo se aleja mi amiga contoneando las caderas con cada paso. Varios hombres se giran para mirarla, y no me extraña, porque es muy llamativa. La combinación de sus facciones, con su melena oscura ondulada, los ojos rasgados y azules, hace que sea imposible no verla. Y si acompañas el paquete con un cuerpo de escándalo y unos taconazos que dan vértigo solo con mirarlos, además de una personalidad arrolladora, el resultado es un bombonazo de sangre caliente llamado Sofía. Cuando llega junto a la barra, le pasa el brazo por el hombro al chico y comienzan a hablar susurrándose al oído.
Parece que estamos todas un poco ensimismadas observando a nuestra amiga, porque no hemos abierto la boca desde que esta se ha ido.
—¿Qué te ha pasado con el pobre chaval, Cande? —le pregunto cuando vuelvo al mundo real.
—No me ha pasado nada, tía. Es que me molesta la actitud de esa clase de hombres tan chulitos, tan seguros de sí mismos. ¿Se cree que no puedo pagarme una copa, o qué? —dice ella con indignación. Se toquetea el pelo rubio como hace cada vez que está nerviosa o enfadada.
—Venga mujer, no te lo tomes así —dice Laura agarrándola por los hombros—. El chico solo quería ligar un poco.
—Bueno, pues que ligue con vosotras, que yo ya estoy harta —responde Candela, bufando un poco.
Justo cuando estoy intentando contribuir a que se tranquilice el ambiente, Sofía vuelve con dos copas en la mano seguida por nuestro nuevo amigo.
—Se llama Juan —dice ella mientras se gira para mirar al chico—. Estas son Laura y Elena. La que te mira con odio se llama Candela, pero no se lo tomes a mal. No te odia a ti en concreto, solo a tu género en general.
—Ya me dejas más tranquilo —dice él mientras deja las otras copas sobre nuestra mesa y acerca una silla junto a Candela—. ¿Y se puede saber qué te ha hecho mi género, reina?
—Existir —responde ella tajante, mirándole de manera desafiante—. Yo que tú no me acercaba tanto a mí, no vaya a ser que te escupa en un ojo.
—Huy, tienes carácter, ¿eh? —dice él sonriendo con malicia—. Justo como a mí me gustan. Dicen que las respondonas son las más calientes en la cama, ¿lo sabías?
Abro los ojos como platos, porque el chico es un kamikaze total. ¿No le han enseñado nunca que no se puede vacilar a una mujer cabreada?
—No quieras seguir por ahí. —La cara de asco que le pone mi amiga me hace ver que está perdiendo la paciencia. No puedo evitar que toda esta situación me haga gracia y todas observamos la pelea verbal con interés.
—Si esto cada vez se pone más interesante —dice él aproximándose a ella aún más.
No sé en qué momento se han acercado los amigos de Juan a nuestra mesa, pero están cogiendo sillas y colocándose en los huecos que hay entre nosotras. A mi lado se coloca un tío con el pelo castaño oscuro, bastante mediocre físicamente.
—¿Qué les pasa a estos? —me pregunta acercándose a mí.
—Parece que tu amigo ha perdido el instinto de supervivencia y está provocando a mi amiga Candela.
—Mmm, provocando, ¿eh? —La proximidad de este chico hace que sienta que me falta un poco el aire. Está invadiendo mi espacio vital y me pongo muy nerviosa. Además, huelo su aliento cargado de alcohol, lo que me produce un escalofrío—. Soy Jorge, por cierto —añade él, en un tono sensual que no hace más que contribuir a mi mal estado.
—Elena —respondo sin mirarle.
—Bueno, chicas. —Salvada por la campana. El chirrido que produce la silla de Candela contra el suelo al levantarse hace que toda la sala la mire—. Yo ya me he cansado de aguantar gilipolleces. ¿Nos vamos?
—Pero, princesa, ¡qué carácter tienes! —dice Juan mirándola aún con una sonrisa socarrona.
—Tío, ¡que me dejes en paz de una puta vez! ¿Qué parte de que te vayas a la mierda no has entendido? —grita ella ofendida.
—Venga, mujer, no te enfades —dice él con actitud conciliadora—. Solo te estoy tomando el pelo.
Ay amigo, llegas tarde. Lo miro negando con la cabeza, porque no sé quién le ha enseñado al pobre hombre a ligar. ¿No te dabas cuenta de que esa no era una buena táctica?
—Pues ya me he hartado. ¿Nos vamos? —pregunta impaciente.
—Sí, sí. Claro —digo yo mientras le doy el último sorbo a mi copa. Me levanto para salir con ella, que ya ha echado a andar en dirección a la salida.
Laura sale después de mí sin dilación, pero Sofía se ha quedado un poco rezagada. Parece que uno de los amigos de Juan le ha llamado la atención.
—Lo siento, chicas. Pero es que no podía aguantar más memeces de ese subnormal —dice Candela cuando estamos todas ya caminando hacia una parada de taxis.
—No te preocupes, tía —responde Sofía—. La verdad es que se ha puesto un poco pesado.
—Pues sí, aunque se veía que le gustabas, ¿eh, Cande? —interviene Laura.
—Por Dios, pero ¿qué le voy a gustar? —responde ella exasperada—. A ese lo que le pasa es que es un gilipollas engreído.
—Que no, tía —digo yo—. Se notaba a leguas que le molabas, aunque tenía una técnica muy poco depurada en el arte del flirteo. Por cierto, Sof, ¿has conseguido el número del guaperas que tenías al lado?
—Hombre, ¿qué te crees si no que estaba haciendo? —dice ella riendo.
Ya en la parada, nos despedimos con un abrazo y cada una cogemos un taxi para que nos lleve a casa.
Para cuando llego a la mía, son las cinco de la mañana y estoy molida. Lo primero que hago es quitarme los botines con un par de patadas y lanzarlos bien lejos. ¡Cómo me duelen los pies! Cojeo hasta la cocina e inspecciono el contenido de la nevera a ver si hay algo que pueda comer, pero no hay más que huevos y unos yogures a punto de caducar, así que me resigno a coger un trozo de pan duro que sobró de ayer. Me tomo un ibuprofeno con un vaso de agua, ya que mañana iré a comer a casa de mis padres y no me apetece levantarme con una resaca de mil demonios.
Me preparo para dormir y me meto en la cama. Una vez dentro, las sábanas fresquitas me abrazan y cojo el móvil para programar la alarma del despertador. Suspiro rememorando todo lo que me ha pasado hoy. Ha sido un día muy largo, la verdad. Pienso en Lucas, en sus ojos verdes y sus labios gruesos. Me entra una risita infantil al recordar el beso y cierro los ojos intentando conservar en mi memoria la sensación que tuve al estar contra él y, no sé cuándo ni cómo, pero, finalmente, me duermo.