Estoy
dándole un sorbo al café que, para qué mentirnos, sabe a rayos y centellas,
cuando la puerta vuelve a abrirse y aparece un hombre. Pero no un hombre con
pintas de señor de sesenta años. No. Un morenazo de esos que te quita el hipo
si se digna a echarte una miradita de reojo –tampoco vamos a pedir más, que ya
bastante es que ha reparado en tu existencia–. Es tal la impresión que el chico
causa en mí que el café tiene la desfachatez de cambiarse de conducto y pasar a
mis vías respiratorias. Como es obvio, el ataque de tos que estoy sufriendo me
delata, así que el compañero que tengo sentado al lado comienza a darme unos
golpecitos en la espalda.
Perfecto,
Elena, si es que eres la reina de la finura.
Ahora
no solo estoy roja por el ataque de tos, sino porque todo el mundo en la sala
está mirándome, creo que preocupados por si no consigo pasar este trago, y
nunca mejor dicho.
Cuando
la maldita gota de café sale de mi laringe, permanezco unos segundos intentando
tranquilizar mi respiración, que aún sigue afectada. Me seco rápidamente un par
de lágrimas que se me acumulan en la comisura de los ojos y me sorbo los mocos de
la manera más discreta que puedo.
—Uf,
perdón —digo cuando consigo entonar palabra.
Por
fin, levanto la vista, que se me había quedado atascada entre el infierno y el
más allá, para poder mirar con detenimiento al chico que acaba de entrar por la
puerta. No soy consciente hasta unos segundos más tarde de que acabo de cometer
el mayor error de mi vida al hacerlo. Él se sitúa de pie, al lado de Antonio, y
le dedica unos segundos a recorrer la sala con la mirada. Sus pupilas no tardan
en encontrarse con las mías, que le esperan impacientes. Creo que puedo incluso
notar la reacción de su cuerpo ante esta coincidencia. Es como si, de repente,
su manera de ver las cosas hubiera cambiado. De hecho, la intensidad de su
mirada es tal que un escalofrío me recorre el cuerpo de arriba abajo haciendo
que la piel de la nuca se me ponga de gallina y las palmas de las manos
empiecen a sudarme. Desde esta distancia no soy capaz de vislumbrar si sus ojos
son verdes o del color de la miel. Lo único que tengo claro es que son lo más
enigmático y magnético que haya tenido la oportunidad de ver hasta este
momento.
Me
obligo a mí misma a apartar la mirada, aunque soy consciente de que sus ojos
siguen fijos en mí. Pero, de repente, me siento abrumada por tantas sensaciones.
No puedo soportar el latido errático de mi corazón, que golpea desbocado contra
mi caja torácica. Bajo la vista hacia la mesa y recoloco los papeles que tengo
frente a mí, aunque solo sea por mantener mis manos ocupadas y no llevármelas
al pecho. Respiro un par de veces por la nariz para tranquilizarme y, por
suerte, esto también me sirve como disimulo por el ataque de tos previo.
Cuando
creo que he sido capaz de normalizar mi respiración, mi corazón y mis nervios,
suelto un último suspiro y me preparo psicológicamente para la que creo será la
reunión más importante y decisiva de toda mi vida.
Miro
directamente a Antonio, que espera con el ceño fruncido de preocupación a que
me estabilice. Pero, cuando ve que estoy más tranquila, decide dar comienzo a
la sesión.
—Bien,
bueno, —se levanta de la silla para situarse a la misma altura que el chico y
comienza con su discurso algo nervioso—, después de este pequeño incidente y,
en vista de que ya estamos todos, vamos a empezar. —Carraspea un poco y
continúa—. Como todos sabréis, el doctor Ramírez se jubila, dejando libre el
puesto de jefe de oncología infantil. —Hace una pausa recorriendo la sala con
la mirada—. Estoy muy orgulloso del equipo que hemos ido formando con el paso
del tiempo, ya que hemos conseguido reunir a unos médicos excelentes entre
nosotros. Este hospital se ha especializado en leucemias y linfomas por varias
razones, pero una de las más importantes es la presencia de la doctora Saura. —Me
mira y sonríe con cariño—. Hemos conseguido aplacar más de veinte cánceres
infantiles en lo que llevamos de año y eso me hace muy feliz. Pero me he dado
cuenta de que Elena, es decir, la doctora Saura, no puede con todo ella sola.
Por eso, he conseguido convencer al doctor Martín para que se una al equipo. —Vuelve
a carraspear una vez más y dirige su mirada hacia el morenazo, que permanece de
pie junto a Antonio observándonos a todos en silencio—. Sé que esperabais que
la doctora Saura ocupara ese puesto, pero he decidido que, quizás, lo mejor sea
posponer la decisión y que el doctor Martín trabaje con ella, codo con codo.
Se
crea un pequeño revuelo en la sala ya que todos los compañeros han empezado a
cuchichear acerca de la decisión que Antonio ha tomado.
Yo,
por mi parte, estoy atónita. Pestañeo un par de veces, porque no doy crédito a
lo que estoy oyendo. Por una parte, no me puedo creer que él de verdad haya
pensado en mí para ese puesto. De hecho, estoy segura de que me queda bastante
grande y es una responsabilidad enorme que no sé si estoy dispuesta a aceptar.
Pero, por otra, tampoco me puedo creer que, si ese puesto iba a ser para mí, no
vaya a dármelo porque un tío al que no conozco de nada en absoluto vaya a
competir conmigo por él.
Desvío
un instante mi mirada de Antonio para encontrar de nuevo los ojos del morenazo
fijos sobre mi cara. Está estudiando mi rostro como si fuera algo así como un
puzle que debe montar, o un acertijo que resolver. Su escrutinio sobre mis
facciones no contribuye a mi buen estado, por lo que siento que debo apartar de
nuevo la mirada y respirar profundamente. Empiezo a juguetear con los dedos de
mis manos, que reposan sobre la mesa y están fríos y húmedos. La sensación de
mis propios dedos me produce rechazo, así que me los restriego con disimulo
contra el lateral de los pantalones con el fin de secarlos.
Para
ser sincera, me siento como una completa idiota. ¿Cómo es posible que una
persona a la que ni siquiera conozco me produzca este tipo de reacción? No me
puedo permitir que, a estas alturas del partido, un hombre me haga actuar como
si tuviera trece años y el chico que me gustara, dos años mayor que yo, me
pidiera ir a dar una vuelta al parque. ¡Por Dios!
Mientras
tanto, totalmente ajeno a mis cavilaciones y conjeturas, Antonio sigue hablando
sobre el misterioso doctor Martín, que a saber de dónde leches ha salido y qué
pacto ha hecho con el diablo para ser tan guapo.
—Como
doy por hecho que ya le conocéis, os lo presentaré con brevedad —continúa—. El
doctor Martín se ha formado en una de las mejores universidades de Estados
Unidos. Además, consiguió finalizar la carrera el primero de su promoción. Ha
estado trabajando desde entonces en Washington, Houston y Maryland investigando
sobre la actuación de las células cancerígenas del sistema linfático y su
reproducción en la médula. Para mí es más que un privilegio poder contar con
una eminencia en el tema como él. Seguro que lo conocéis por los artículos
publicados en algunas de las revistas más famosas del mundo, como Nature, Cell… —Le mira un momento—. En
fin, solo puedo darte la enhorabuena por todo tu trabajo. Y es por eso que
espero que la doctora Saura y tú —nos mira a ambos— podáis trabajar juntos.
Espera
un momento, porque… ¿de qué te suena eso de doctor Martín? Ay, Dios. ¿Cómo no
he podido darme cuenta hasta ahora? ¡Este debe de ser el famoso doctor Martin
del que tanto habla Claudia! Joder, no va a creérselo cuando se lo cuente. Mi
hermana presume todo el rato de conocer al famosísimo oncólogo especializado en
hematología, y… parece que ahora también va a ser mi nuevo compañero y rival.
Cuántas bromas habremos compartido entre nosotras porque se llamaba igual que
Emilio Aragón en la serie de televisión de los noventa, Médico de familia.
Bueno,
de todas formas… Ahora que sé que la posibilidad de quedarme el puesto está
ahí, ¡quiero que sea mío!
Antonio
me dirige una mirada en silencio, supongo que esperando algún tipo de respuesta
por mi parte, pero, para ser sincera, no sé ni qué decir.
Por
lo visto, el doctor Martín es más rápido que yo haciéndose cargo de la situación.
—Doctor
Ferrer, para mí será un honor trabajar con la doctora Saura. —Su voz, profunda
y masculina, inunda la sala dejándome sin respiración una vez más. Me mira un
momento y vuelve a dirigirse a Antonio—. Estoy seguro de que entre los dos
podremos conseguir avances en el tema.
Puede
que me sienta un poco obnubilada por la presencia de este nuevo ejemplar digno
de la portada de la revista GQ, pero, hasta donde yo sé, todavía tengo voz y
voto. Así que echa el freno, morenazo, que yo aún no he decidido nada.
—Antonio.
—Mierda—. Quiero decir, doctor Ferrer, yo no sé si esto es lo que quiero… —consigo
decir tras salir de mi trance.
—Mira,
Elena —dice mirándome fijamente a los ojos—, sé que quizás esto no es lo que tú
tenías en mente, pero es lo que te mereces. Desde que llegaste al hospital has
trabajado como la que más, y gracias a ti hemos podido hacer que la vida de
esos niños mejore.
—Quiero
decir, esto… A ver, no quiero parecer desagradecida, ni mucho menos. —Por
Dios, Elena, ¡relájate!—. Lo que pasa es que no esperaba esto. —Sin darme
cuenta, he apretado los dedos alrededor de la taza haciendo que me duela la
mano. Cuando soy consciente de ello, los aflojo despacio, despegándolos de la
cerámica blanca uno a uno, y continúo hablando—. De todas formas, estaré
encantada de trabajar con el doctor Martín, si así lo crees conveniente.
Eso, muy bien. Tú,
más falsa que Judas.
—Bien
—dice, acercándose de nuevo a la mesa y cerrando la carpeta que tenía enfrente—.
Entonces no hay más que hablar. Si os parece bien, damos por terminada la
reunión. —Vuelve a dirigirse al morenazo y a mí—. Os recomiendo que charléis
los dos para conoceros mejor.
Me
froto la frente con disimulo y fuerzo una sonrisa.
—Claro.
La
gente comienza a levantarse de las sillas y me doy cuenta de que el doctor Martín,
del cual todavía no sé su nombre de pila, sigue observándome desde la otra
punta de la sala. Algunos compañeros me dan la enhorabuena antes de marcharse y
otros me miran con cara de pocos amigos. Qué le voy a hacer si soy mejor que
ellos, ¿eh? Se ve que la envidia les corroe. Sin embargo, como es habitual, al
morenazo todos le ponen sus mejores sonrisas y pasan a darle la mano antes de
volver al trabajo. Las féminas se demoran un poco más de lo estrictamente
necesario apretando su mano y felicitándole, y los varones le observan con una
mezcla entre curiosidad, respeto y celos. Lo cierto es que lo que más llama mi
atención es la respuesta del doctor Martín que, sin ser maleducado, los
despacha a todos bastante deprisa, casi sin apartar la mirada de mí.
Cuando
la sala está casi en su totalidad vacía y se han terminado las presentaciones,
consigo levantarme de la silla y me dirijo con paso lento hacia él, que también
se acerca. Todo se enturbia cuando, de repente, al llegar a un metro de
distancia aproximadamente, mi pituitaria recibe como un puñetazo su olor
masculino: una mezcla de perfume, after
shave y menta que hace que mis pies dejen de colaborar y se paren en seco. Consciente
de que estoy haciendo el ridículo, me obligo a alargar la mano y presentarme,
pero sin acercarme más.
—Doctor
Martín, soy Elena Saura. —Él da el último paso que nos separa haciendo que su
perfume pase a envolverme por completo y me estrecha la mano en un apretón
fuerte. Siento un cosquilleo que va desde la punta de los dedos hasta la base
del cuello y la necesidad imperiosa de apartar mi mano de la suya.
—Por
favor, llámame Lucas —dice él aún sin soltar mi mano—. Lo de doctor Martín
suena demasiado formal y me hace sentir viejo. Además, ese es mi padre.
Sonrío
con nerviosismo y tiro de mi mano con disimulo para soltarme. Mis glándulas
sudoríparas han decidido ponerse de nuevo en funcionamiento y no quiero
pringarle la suya con mis fluidos. Bueno, al menos no con los del sudor de mi
mano.
¿Qué?
¿De dónde coño acaba de salir eso?
Siento
que me empiezo a poner como un tomate, por mis pensamientos calenturientos, así
que me alejo un par de pasos hacia la puerta.
—Encantada,
Lucas —digo más alto de lo que debería. A él le debe de hacer gracia mi
reacción porque sonríe—. Bueno, pues cuando tengas un rato, charlamos un poco,
¿te parece?
Me
giro sobre mí misma y salgo de la sala antes de que le dé tiempo a contestar,
porque necesito poner un poco de distancia con este chico.
Joder,
está buenísimo. El doctor Martín es algo así como un Adonis… Debe de tener unos
treinta y tantos, moreno, alto, ojos verdes… Encima es listo, y huele… ¡cómo
huele!
Puf,
demasiado para ti.
Una vocecita me grita desde mi cabeza.
¡Cállate,
puta!
Voy
directa a mi despacho y abro el cajón de la mesa donde se encuentra mi bolso.
Rebusco entre la montaña de mierda a ver si encuentro el móvil, pero no está.
Joder, ya lo he vuelto a perder.
De
repente, una lucecita se enciende en mi cabeza y me acuerdo de que lo guardé en
el bolsillo del abrigo.
Me
levanto y voy hacia el perchero, y lo encuentro justo donde lo dejé.
Abro
el whatsapp y les escribo a las Catas.
—Chicas,
no os podéis imaginar lo que ha pasado. —Acompaño la letra con el emoticono
amarillo que imita a El grito de Munch.
—¿Qué
ha pasado? —escribe Sofía de inmediato.
—Tú
deberías estar atendiendo a tus pacientes —le regaño porque sé que está en sus
horas de consulta.
—Acaba
de salir el último, tonta. Tengo media hora para tomarme un café, ¿bajas?
—Voy.
Me
guardo el teléfono en el bolsillo de la bata y cojo la cartera. Vuelvo al
pasillo y bajo por las escaleras hacia el tercer piso.
Me
encuentro con Sofía en mitad del pasillo y ambas bajamos hacia la cafetería en
ascensor. Sofía me mira, esperando impaciente a que le cuente qué ha pasado,
pero voy a alargar un poco su angustia.
—Te
estás pasando —me dice con una ceja levantada mientras esperamos en la cola de
la cafetería para que nos atiendan.
Me
río un poco, pero espero a que hayamos conseguido los cafés y nos sentemos en
una mesa para empezar con mi discurso.
—Venga,
¿quieres decirme algo de una maldita vez? —Sus ojos azules me atraviesan con
odio. Sofía, tan sangre latina ella. Y eso que es de Salamanca.
—Vale,
vale. No te enfades. —Me carcajeo un poco, pero, al ver que su mirada de odio
aumenta, me calmo y comienzo—. Verás, no me han dado el puesto.
—¿¡Qué!?
—grita ella.
—Calla,
loca, que nos van a echar. —Me río por su reacción.
—Sí,
claro —dice ella mirando hacia atrás para comprobar si alguien está prestando
atención—. Bueno, a ver, ¿cómo es eso de que no te han dado el puesto?
—Pues
resulta que Ferrer quiere aplazar el proceso por el momento. Han contratado a un
médico nuevo, Lucas Martín —le digo mientras echo medio sobre de sacarina sobre
mi café con leche.
—¿Lucas
Martín? ¿El mismo Lucas Martín que trabajaba en Maryland? —dice ella con los
ojos como platos.
—Sí,
ese mismo. —Asiento con la cabeza—. ¿Por? ¿Le conoces?
—Joder,
tía. Le conozco yo y todo médico que se precie. Y eso que ni siquiera trabaja
en mi especialidad. ¿Tú no le conocías? —me pregunta sorprendida, haciendo
especial hincapié en el «tú».
—Pues
la verdad es que no… o sea, al principio no caí en la cuenta de quién era… luego
me vino un flash de mi hermana Claudia hablando sobre un tal doctor Martín y
sumé uno más uno…
—Anda,
que… ya te vale. Menuda empanada que arrastras, guapa. —Levanta ambas cejas con
esa expresión de «es que eres tonta».
—Joder,
Sof, te juro que estaba tan nerviosa que, en un principio, ni se me había
ocurrido pensar que podría ser él…
—Bueno,
¿y qué? ¿Es un cuarentón sexy o un cincuentón barrigudo?
—Ni
cuarentón, ni cincuentón, guapa. Más bien es un treintañero to’ buenorro.
—Joder,
pues como esté igual de bueno que ese que entra por la puerta con Ferrer…
Me
giro con disimulo, ya que estoy de espaldas a la entrada, y veo entrar a
Antonio y a Lucas charlando tranquilamente. Antes de que se den cuenta, vuelvo
a mirar hacia Sofía que está a punto de ahogarse con la secreción de sus
propias glándulas salivales.
—¡Sof,
la baba! Que te empieza gotear. —Me río de ella—. Por cierto, sí, es el mismo
Lucas.
—Hostia
puta, Len. ¿En serio vas a tener que trabajar con santo maromazo? —dice
ella con los ojos como platos.
—Eso
me temo —digo con resignación—. Además, tía, tampoco es para tanto.
—¿Que
no qué? Len, cuando subamos, pásate por la consulta, que tengo que revisarte la
vista.
—Ni
de coña. —Me río de su broma, negando a la vez con la cabeza.
Ella
me hace un gesto con las cejas que creo que, si no se le ha metido nada en el
ojo, quiere decir que se acercan a nuestra mesa.
Sofía
sonríe con educación a alguien detrás de mí y veo a Antonio aproximándose por
el lateral.
—Hola
Elena, doctora Solís. —Mira a Sofía—. Vamos a tomarnos un café y charlar un
rato. ¿Cómo tienes la mañana? —me pregunta.
—Empiezo
consulta a las once, —miro el reloj y veo que son aún las diez y media—, así
que todavía tengo un ratito.
—Muy
bien. —Me sonríe con ternura—. Os dejo disfrutar del café.
—Gracias.
Hasta luego —nos despedimos las dos.
Lucas,
o doctor Martín, que ahora que sé quién es no me sale llamarle por su nombre,
me echa una mirada rápida y me sonríe. Le hago un gesto con la cabeza y ambos
se sientan en otra mesa.
—Zorra
—musita Sofía.
—¿Qué
pasa? —pregunto sorprendida por, como diría Estela Reynolds[1],
ese ataque tan gratuito.
—Le
gustas.
—Pero,
¿qué dices? ¿Cómo le voy a gustar? —La voz me sale un poco más aguda de lo que
debería.
—Hombre,
ya te digo yo que sí. No te ha quitado ojo desde que Ferrer se ha acercado a
nosotras. Y, no es por nada, pero yo también estoy de muy buen ver —dice con
retintín.
—Ay,
Sof —me quejo—, no me metas pájaros en la cabeza que ya sabes cómo soy.
—Bueno,
tú hazme caso. Lo que yo te diga.
Maldigo
a toda la línea parental de Sofía por meterme esas mierdas en la cabeza. Joder,
que soy yo, la que se pilla por el primero que le dice una mongolada.
Evito
continuar con el tema mientras terminamos el café. Y no porque no le esté dando
vueltas cual loca. Sencillamente, es que Sofía me está contando con pelos y
señales el polvo que echó anteayer con su último rollo y no me parece de buena
educación interrumpirla con mis paranoias. Sería algo así como «coitus interruptus».
Cuando
por fin termina de relatarme cómo la tenía de dura o por qué agujero le ponía
más meterla, nos levantamos y volvemos al pasillo en dirección a los
ascensores.
La
dejo en el tercero y subo al cuarto directamente, para volver a mi despacho.
Allí me espera mi enfermera con la lista de pacientes que tengo para el resto
de la mañana y enseguida me entretengo leyendo historiales.
La
mañana pasa rápido, así que no me doy cuenta de la hora que es hasta que me
rugen las tripas de manera muy poco elegante. La madre de la niña que estoy
atendiendo ahora mismo me sonríe y le devuelvo la sonrisa, disculpándome por
los ruiditos.
Son
casi las tres y media. Ya he terminado mi jornada y estoy recogiendo mis cosas
de espaldas a la entrada cuando llaman a la puerta antes de abrir.
—¿Puedo
pasar? —me pregunta una voz masculina que ya reconozco como la del doctor Martín.
—Sí,
claro. Justo salía para comer —le digo aún sin darme la vuelta.
—Ah,
bien. Venía a preguntarte si te apetecía comer conmigo.
Dejo
de revolver entre los papeles que tengo en las manos y me doy la vuelta
rápidamente.
—¿A
comer? —repito, incrédula.
—Sí,
claro. Yo tengo que comer y tú ibas a hacerlo también, ¿no? A no ser que ya
tengas plan, me gustaría que nos conociéramos un poco más, ya que tenemos que
trabajar “codo con codo”. —Hace el gesto con los dedos de las comillas, para
referirse a la expresión que utilizó Antonio en la reunión.
—Eh…
Vale, bien —balbuceo—. La verdad es que no tenía plan.
—Perfecto,
entonces. ¿Vamos? —dice saliendo ya del despacho.
—Sí,
sí.
Corro
nerviosa a recoger el abrigo del perchero y me aseguro de cerrar con llave la
puerta del despacho antes de irme.
Hola!
ResponderEliminarLo que me he tenido que reír con este episodio, cada vez me gusta más, me ha gustado lo de ¡Callate puta! Y lo de Stella reinolds, me alegro que aparezca el tio buenorro, además me encantan los morenazos con ojos verdes, mañana sigo con el siguiente capítulo.
Muchos besos
Que bien Ana! Cuánto le alegro de que te esté gustando!!
Eliminar:D
Un besazo!