viernes, 8 de mayo de 2015

Codo con codo - Capítulo 1

—¡Joder! Otra vez voy a llegar tarde. —Los tacones de mis zapatos golpean las baldosas de mármol de la escalera de mi edificio haciendo ruido. Demasiado ruido para ser las ocho y media de la mañana—. Buenos días, Filomena —saludo sin muchas ganas a la vieja cotilla que vive en el segundo, al pasar junto a su puerta.
—Buenos días, Elena. Otro día que vas con retraso —me dice la muy bruja con recochineo.
—Eso parece, sí.
«Mala pécora»
A veces pienso tan alto que tengo miedo de que me oiga. La muy asquerosa tuerce el gesto y vuelve a meterse en su casa, con el gato en brazos.
Filomena es una solterona de unos setenta años que vive con tres gatos. Uno gris, uno negro y un siamés.
Digamos que los gatos y yo –los animales en general y yo– no somos demasiado amigos. Y menos aún cuando estos, es decir, sus gatos tienen especial gusto por colarse en mi casa por la ventana de la cocina, que, para mi desgracia, da hacia el patio. No os cuento qué susto me llevé un día cuando, al llegar de la compra, me encontré con dos ojos brillantes esperándome en el pasillo. Casi me da un ataque al corazón. Y no solo por el susto de encontrarme un maldito gato ajeno en mi casa, sino por la media hora que estuve limpiando de rodillas la docena de huevos que se me cayó al suelo.
Así que la señora de marras me tiene un poco de tirria desde que una yo sudada y despeinada tras la limpieza apareció en su puerta con su maldito gato. Echando sapos por la boca, por supuesto, ya que el gatito no se había dedicado únicamente a asustarme. No. El tío se había estado meando en cada superficie mullida de mi casa. Véase: en mi cama, en mi sofá, en todos mis cojines e incluso en la alfombra de la ducha. Y claro, viendo que quitar aquel olor a orines iba a llevar más que la media hora de rodillas en el suelo, se me subió la mala hostia. Así que el gato bajó al segundo sin demasiado cuidado por mi parte, y parece ser que eso a ella no le hizo mucha gracia.
Después de estar meses llamándome maltratadora de animales, ahora solo me jode por las mañanas, recordándome lo tarde que voy.
A veces incluso, como hoy, me retiene el ascensor en su piso para hacerme bajar escaleras y así recordarme también los kilitos que me sobran por no hacer ejercicio.
 Mire, señora, todavía tengo cuarenta años de margen para evitar llegar a su edad tan mal como usted. ¡Amargada!



Todas las mañanas me pasa lo mismo. Soy un desastre, lo reconozco. Admito que me gusta demasiado retrasar la alarma del despertador.
«Snooze»
Nota para los fabricantes de despertadores: entiendo que, en realidad, el snooze es una buena estrategia para que la gente como yo no llegue tarde al trabajo. Pero el problema es que mi cerebro somnoliento es mucho más inteligente que yo y ha adquirido la habilidad de retrasar la alarma sin que yo sea siquiera consciente de ello. Así que, hagan el favor, apúntense el dato para la próxima e inventen otra cosa más efectiva. Que, a las pruebas me remito, su truquito no está funcionando correctamente conmigo.

Maldita opción. Si mi subconsciente no supiera que está ahí, no me dormiría. Estoy segura al cien por cien. Pero resulta que llevo demasiados años perfeccionando la técnica de «retrasar la alarma», así que ya no hay manera de engañarme. Y mira que lo he intentado todo: poniendo alarmas cada cinco minutos, cambiando la melodía a la misma de mi tono de llamada en el móvil e, incluso, colocando el despertador en la estantería de libros de mi cuarto para hacerme levantar de la cama. Y de todas las formas me he dormido. Y no es que me considere yo un ser demasiado dormilón. No. Creo que lo que me ocurre está totalmente justificado, y es que me entretengo demasiado sin hacer nada durante las noches, alargando la hora del sueño hasta las tres de la mañana. Y, teniendo en cuenta que me despierto –o, al menos, eso dice mi primera alarma– a las siete, pues claro, es normal que a una se le peguen las sábanas.




Sigo bajando los escalones a toda prisa, aun sabiendo que es bastante probable que medio vecindario se cague en toda mi estirpe. Pero no puedo llegar tarde. Hoy menos que nunca.
Cuando llego al portal, me doy cuenta de que me he dejado las llaves del coche en la mesita del recibidor.
¡Dios mío! Mi día no puede empeorar más.
Resoplo, expulsando todo el aire que mis pulmones atrofiados por la falta de práctica de bajar escaleras son capaces de almacenar, y me resigno a coger un taxi.
Joder, es que no puedo llegar tarde. Hoy no, por favor.
Me acerco a la parada de taxis más cercana a mi casa, al final de la calle. Por suerte, hay uno esperándome con su lucecita verde tan mona, y me dan ganas de besar el capó por no haber tenido que esperar a que llegara uno.
Abro la puerta sin demora y saludo a la señora taxista. Cómo me gusta que ya no sean solo señores bigotudos.
—Al hospital de Santa Catalina, por favor —le digo aún resoplando por el esfuerzo de bajar las escaleras.
La señora pone el taxi en marcha sin mediar palabra. Bueno, quizás los taxistas señores son más amables… con eso de que eres una chica y tal.
En fin, no tengo ni ganas ni tiempo de mantener una conversación con la taxista, así que me regaño mentalmente por haberme ofendido y saco del bolso el espejito y la barra de labios que no me ha dado tiempo a ponerme en casa.
Hoy es un día importante porque se decidirá quién va a ser el jefe de la sección de oncología infantil en el hospital donde trabajo. Sí, soy pediatra. Siempre me han gustado demasiado los niños y, como de maestra no me veía ya que no tengo tanta paciencia, me decidí por la medicina infantil. A mis treinta y un años, he conseguido mi residencia y estoy muy orgullosa por ello, pero todavía me queda mucho por aprender. Sé que las probabilidades de que me den el puesto son casi nulas, pero de esperanzas vive el hombre –o la mujer, en este caso–. Así que no puedo desestimar esa posibilidad… Aunque, siendo honesta conmigo misma, tengo que admitir que me he dejado el lomo para ser alguien dentro del área en el que trabajo. Y eso es algo que me gustaría que se reconociera. A pesar de ser una de las personas más jóvenes, y encima del sexo femenino –que, no es por nada, pero todavía se nota la desigualdad de sexos, incluso en los hospitales– soy consciente de que, no sé si por suerte o por qué, destaco entre el resto de compañeros, que no dan palo al agua. De cualquier forma, tenemos una reunión a las nueve de la mañana y, si llego tarde, será el fin de mis oportunidades.
Compruebo en mi espejito de mano no tener nada fuera de lugar. Mi pelo castaño oscuro, que según el día y el grado de humedad del aire puede pasar de ser liso “gracioso” a ondulado, parece estar en su sitio y el lápiz de ojos aún no se ha corrido, a pesar de la sudada. Lo guardo sin mucho cuidado en el bolso y compruebo el teléfono móvil. El icono del whatsapp me indica que tengo treinta y dos mensajes sin leer, y sé que la mayoría vienen del grupo «Una Cata para el Duque».
Mis compañeras de trabajo –y mejores amigas– y yo seguimos bromeando con la serie Sin tetas no hay paraíso ya que nos consideramos «Las Catas». Del Hospital de Santa Catalina, por si no lo habíais pillado. Abro la aplicación con una sonrisa y veo que mis compis me han dejado un montón de mensajes con «Suerte» o «Yes, you can».
 Les contesto que no esperen nada, porque no me lo van a dar, pero me riñen por mi actitud negativa.
—Tía, así ¿cómo te van a ofrecer el puesto? —escribe Sofía.
—Buuuuuuuu —bufa Candela haciendo más énfasis con el icono del pulgar hacia abajo.
—Ay, dejadme en paz. Que al final me voy a creer que tengo alguna posibilidad —me quejo acompañando mi discurso lastimero con un emoticono llorón.
—Venga, sea lo que sea, ¡esta noche lo celebraremos! —escribe Laura.
—¡Hecho! Os dejo, que ya he llegado. Wish me luck[1].
GOOD LUUUUCK!—escriben todas.
Guardo el teléfono en el bolsillo del abrigo y saco la cartera para pagar a la taxista que me mira impaciente a través del retrovisor.
Joder, vaya robo. Diecisiete euracos por quince minutos en el taxi. Le doy un billete de veinte y me devuelve el cambio sin ni siquiera darme las gracias. Me parece que alguien no se ha tomado All-bran esta mañana…
Salgo del coche y subo corriendo las escaleras que dan a la puerta del hospital. Es un edificio robusto, de piedra grisácea, construido hacia los años veinte a partir del dinero de una fundación filantrópica. Durante la guerra civil, fue cárcel y hospital para moribundos. Y, aunque por dentro está renovado y han ampliado la parte trasera, que se había quedado pequeña, todavía mantiene ese aspecto un tanto siniestro que me pone la piel de gallina, a pesar del tiempo que ha pasado desde aquella época.
Lo único bueno que tiene es que está rodeado por un parque lleno de árboles y, además, hay un gran parking en uno de los laterales, donde no suele haber problemas para dejar el coche. Lo peor son las largas escaleras que hay que subir para entrar. Se ve que en la época en la que se construyó el edificio no se tenía en cuenta a los pobres minusválidos ni a las chicas treintañeras tan vagas como yo. Para los minusválidos, se ha añadido una rampa con una barandilla metálica. Para mí, no hay solución que valga.
Sin pararme demasiado, saludo a Josefina, una de las chicas de recepción, y voy directa a la zona de ascensores, que se encuentra al final del hall, en uno de los laterales.
Pulso el botón y espero a que llegue. Estoy muy impaciente, por lo que miro el reloj para ver cuánto tiempo tengo. Aún son las nueve menos diez, así que me da tiempo a ir a la consulta y coger la bata. Menos mal.
Siento una presencia a mi lado, pero no estoy de humor para prestarle atención. No lo hago hasta que un brazo rodea mi hombro y huelo su colonia. Luis, el futuro padre de mis hijos (si él quisiera) y mi mejor amigo, me aprieta contra su costado y acerca su boca a mi oreja.
—Buena suerte, guapa. Lo vas a hacer genial —susurra en mi oído.
Un escalofrío me sube a través de la columna vertebral haciendo que los pelos de la nuca se me ericen. Joder, sabe que tengo debilidad por él y, aun así, sigue jugando conmigo.
—Luis, no es ni el momento ni el lugar para ponerse tontorrón —bromeo con él dándole un suave codazo en las costillas para intentar disimular que para mí esto no es algo más serio—. Suéltame, no vaya a ser que tengamos que echar un polvo contra las paredes del ascensor.
Él se ríe. De su boca sale una carcajada de verdad y me suelta, no sin antes acariciarme la piel detrás de la oreja.
—Si no echamos un polvo contra la pared del ascensor es porque tú no quieres, Elena. No me eches a mí la culpa para no sentirte mal contigo misma.
Nuestra relación es rara. Siempre tenemos este tonteo absurdo, que no sé a dónde llegará, o si llegará algún día a ningún sitio. Pero no puedo caer en su trampa. Le conozco desde hace siete años y sé que dentro de sus planes no entra tener una relación seria. Y mucho menos conmigo. Y yo estoy demasiado pillada por él como para ser solo una muesca en el cabecero de su cama. De hecho, ya cometí una vez el error de pensar que quizás podría haber algo más entre nosotros, pero me equivoqué de manera garrafal.


Una Nochevieja nos fuimos de fiesta todos juntos. En el hospital tenemos un grupito bastante majo de amigos y salimos muchas veces de marcha, cuando podemos. Esa Nochevieja yo me pillé un pedo descomunal y Luis, al parecer, también. No sé cómo, pero acabamos medio desnudos enrollándonos en el sofá de mi casa. Estuvimos a nada de acostarnos esa noche. Y debo decir que no fue porque yo me apartara. En un momento de lucidez, Luis me empujó con cuidado hacia atrás y se levantó del sofá de un salto.
—Elena, no podemos —dijo, pasándose la mano por el pelo, creo que nervioso—. Me importas demasiado como para joderlo contigo.
Dios mío, mi cara debió de ser un poema. Me sentí tan humillada, con el vestido enrollado por la cintura, el moño medio deshecho y el rímel corrido. Y él, como si nada. Lo único que hacía ver lo que acaba de ocurrir entre nosotros era su camisa medio desabrochada y el bulto que se apretaba contra la cremallera de sus pantalones.
Me dieron tantas ganas de llorar en ese momento por la humillación que sentía a causa de su rechazo, que solo pude levantarme con la poca dignidad que me quedaba y pedirle que se fuera.
—Joder, Elena. Escúchame. —Intentó agarrarme por el brazo, pero logré soltarme—. No quieres esto, créeme. El día que estemos juntos, que lo estaremos, no será un polvo rápido y borrachos. ¿Me oyes? —Él volvió a cogerme del brazo, pero esta vez no le esquivé—. Por favor, no te enfades… —susurró acercando su boca a mi cuello y depositando un suave beso bajo mi oreja.
—No te gusto, ¿verdad? —Joder, ¿por qué habría dicho eso? Ahora todos mis esfuerzos por disimular mis sentimientos hacia él habrían sido en vano.
Él rió con amargura contra mi cuello y negó con la cabeza.
—No entiendes nada, ¿verdad? —Su tono denotaba que empezaba a estar un poco cabreado. Todavía sin soltarme el brazo, pasó su otra mano por mi cintura y apoyó la frente en mi hombro—. Haremos como que no ha pasado nada, ¿vale?
Y solo pude asentir, porque no sabía qué pasaría con nosotros si no lo hacía.
Cuando me desperté al día siguiente, estaba confusa por todo lo ocurrido. No sabía qué esperar de nuestra relación. Pero, cuando volvimos a vernos en el hospital, se puso a bromear conmigo y a hacer como si no hubiera pasado nada, así que decidí que aquello no había ocurrido.


La campana del ascensor nos avisa de que ya ha llegado a la planta baja y ambos entramos. Le doy al botón del cuarto y del sexto y las puertas se cierran.
—Bueno, ¿estás nerviosa? —me pregunta él.
—No tengo ninguna posibilidad, Luis —le respondo con una ceja levantada.
—Tú siempre tan negativa, nena. —Sonríe mientras niega con la cabeza—. Nunca te pasará nada bueno si vas con ese espíritu.
—No soy negativa —respondo yo, indignada—. Simplemente soy realista. ¿Cómo me van a dar a mí el puesto si soy de las más jóvenes del área?
—¿Quizás porque eres la mejor? —responde él, irónico. Lo miro con escepticismo y él continúa—. Venga, Elena. No te hagas ahora la sorprendida. Hoy por hoy eres la única que hace más que auscultar y recetar jarabe para la tos.
Pongo los ojos en blanco, pero en el fondo sé que tiene razón. Estoy especializándome en leucemias y linfomas infantiles. Y lo hago más por devoción que por otra cosa. Pensaréis que soy una morbosa, pero que tu primo pequeño se muera a los siete años por esta enfermedad marca demasiado como para no intentar hacer algo por mejorar ese ámbito de la medicina. Se ve que esto también marcó a mi hermana mayor, Claudia. Ella estudió Biología y trabaja desde hace unos cuantos años en el National Cancer Institute, en Maryland, estudiando los posibles tratamientos eficaces para combatir la conversión de células sanas en células cancerígenas. El cáncer es una de las enfermedades más desconocidas que padecemos ahora mismo. Está claro que los avances en medicina han permitido conocer la causa de muchos de ellos o, al menos, paliar sus efectos. Pero hay tantas variantes que es imposible llegar a dilucidar el origen de todos y cada uno de ellos. De hecho, el quid de la cuestión no está en tratarlos, que por supuesto es una prioridad mientras tanto, sino en llegar a conocer el punto exacto en el que se produce el desencadenante y así poder atacar contra la diana con mayor precisión. Por desgracia, su estudio es un proceso muy lento y aún se está investigando en ello.
Cuando el ascensor llega al cuarto, hago el amago de salir, pero Luis me coge al instante de la mano y me da un apretón.
—Eres la mejor. Lo harás bien —me dice mirándome a los ojos con esa expresión que denota ternura. Jo, yo no quiero que me mire con ternura. Yo quiero ver en sus ojos la pasión que vi aquella Nochevieja en la que casi se nos va la situación de las manos.
Le devuelvo el apretón y le sonrío con tristeza.
—Gracias, Luis. Luego te cuento.
Salgo del ascensor y me encamino por el largo pasillo hacia mi consulta. Rebusco las llaves entre las montañas de clínex usados, tampones sin plástico y tickets de compra que almaceno en el bolso –sí, colecciono mierda por gusto– y, cuando por fin las encuentro, abro la puerta.
Mi despacho es la típica consulta de hospital. Una mesa grande de madera oscura con un sillón de cuero negro preside la habitación. Lo único que alegra la estancia son los montones de dibujos que mis pacientes me han hecho y que he colgado en las paredes. En la entrada tengo un perchero donde dejo el abrigo y cojo la bata que está colgada en él. El bolso lo guardo siempre con llave en uno de los cajones de la mesa. No es que no me fíe del hospital, pero es una norma que nos han obligado a todos a llevar a rajatabla.
En mi mesa me espera una carpeta con todos los papeles que he de llevar a la reunión. Miro el reloj. Las 8:57. Puf, empiezo a ponerme de los malditos nervios. Me pongo la bata blanca, cojo la carpeta y salgo de nuevo al pasillo. Al fondo de este hay una sala de reuniones donde nos encontramos ya sea para tomar un café o para este tipo de encuentros. En los que se decide quién asciende o no, a esos me refiero. Según me voy acercando, veo que la puerta está entornada, así que asomo la cabeza llamando con los nudillos suavemente.
—¿Se puede?
—Sí, claro, Elena. Pasa —me dice el jefe de pediatría, que está sentado presidiendo la larga mesa y charlando con otros médicos. Antonio es uno de los mejores profesionales que tiene este hospital. No le he visto cometer ni un solo error en todos los años que llevamos trabajando juntos. Me gusta mucho su método porque, aun siendo muy exigente con su equipo, es capaz de arremangarse la camisa y ponerse a colaborar con los casos más difíciles que llevamos el resto. Es un buen maestro, además de buena persona. Y sé que siente cierta devoción por mí.
Entro en la sala con timidez, no sé por qué. Esto es ridículo. Al fondo de esta hay una mesa con una cafetera y galletas, así que me acerco a esa zona y me sirvo un café con leche.
—Esperaremos a que llegue todo el mundo —dice Antonio cuando me acerco a donde está él y tomo asiento en el primer hueco libre que encuentro.
Hago un repaso a la sala y veo que estamos todos. Frunzo un poco el ceño porque, si no he oído mal, estamos esperando a que llegue más gente.
¿Quién faltará?






[1]¡Deseadme suerte!



4 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho el primer capítulo, pero por favor, dime que no voy a ver sufrir a ningún niño....

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    Respuestas
    1. Cuánto me alegro de que te haya gustado... Espero que le des una oportunidad al resto!
      No tengo pensado añadir nada morboso de enfermedades infantiles. A mi también me duele ver sufrir a los niños.
      Un besito!!

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  2. Me ha gustado mucho el primer capítulo, pero por favor, dime que no voy a ver sufrir a ningún niño....

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  3. Hola!
    Es genial, de verdad, te lo digo de corazón me ha gustado mucho! Me gusta que la protagonista sea pediatra y le gusten mucho los niños, me ha dado mucha pena lo de su hermano de 7 años, por ahora estoy enganchada, a sido muy buena idea justo dejar el final de capitulo cuando va a saber si la van a ascender o no.
    Muchos besos, te seguiré leyendo sin duda, espero que puedas publicarlo algún día, seria estupendo

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